Ryan Gosling y Emma Stone no han dejado indiferente a nadie. A los solteros tampoco.
Hola a todo el mundo.
Hoy vengo a confirmaros eso que muchos ya nos imaginábamos, ese tema que todos los hombres de la Tierra hemos intentado evitar pero que ya necesitamos hablar abiertamente:
Ryan Gosling existe para humillarnos a todos, y en su última película nos lo vuelve a demostrar.
Escribo esto pocas horas después de haber visto La La Land, y desde que he salido del cine estoy escuchando el disco en Spotify en modo bucle, sin parar. Lo hago porque eso es lo que consigue la película, porque hace que salgas del cine queriendo ser artista, bailar por las calles y cantar en los atascos, pero cuando ves que tienes que cambiar el flashmob por el Metro y en las calles nadie canta te llevas un bofetón de realidad de esos que te recuerdan que Hollywood no tiene nada que ver con tu barrio.
Aún así, la película, que desde mi opinión personal es una pasada, sirve para reinventar tópicos que creíamos desgastados.
En primer lugar, hablemos de la historia de amor. Partiendo del típico inicio de chico-conoce-a-chica, se reinventa un ideal de romance que pocas veces se ha visto desde Moulin Rouge, una historia de gestos descabellados en los que todo el universo parece conspirar para que los protagonistas vivan un idilio que sea recordado durante años y que te haga llorar en casa mientras abrazas a tus gatos. Aunque claro, por una belleza como la de Emma Stone yo soy el primero que volvería al romanticismo más loco.
Por otro lado, los ideales asociados al arte son dignos de mención. Entra en juego el concepto de los sueños no sólo como ideal utópico, sino como base de la identidad de los personajes. No entraré en spoilers, porque esto ya se observa desde el trailer, pero ella vive por y para ser actriz del mismo modo que Ryan Gosling vive por y para el jazz hasta el punto de tocar el piano de verdad en todas las escenas de la película en las que ejerce de pianista (ignorando por supuesto toda la maravillosa postproducción posterior). Ya no se vive para tener sueños, sino que el hecho de soñar es lo que construye la identidad de los personajes, volviendo a los tópicos del XIX en los que el artista vive por y para saciar su necesidad de crear, de compartir un hecho artístico. Esto se convierte en el eje central de la película, y acompañado de una banda sonora y una puesta en escena tan maravillosas es fácil entender la repercusión que tiene esta idea en la construcción de los personajes.
Por último, los códigos cinematográficos que aparecen en cuestiones de lenguaje audiovisual son de una delicadeza exquisita. Esto engloba todo, desde los juegos de luces hasta el uso de los planos en relación con la música. Aquí todo tiene un significado real, una conexión que otorga un carácter unitario y cíclico al largometraje.
Por todo esto es por lo que al resto de los hombres del mundo no se nos da así de bien el ligar o tener pareja, porque estas maravillas que deleitan al espectador crean en nosotros unas expectativas de idilio amoroso que muy difícilmente podremos cumplir. Aún así, soñar es gratis (más allá de pagar el precio de tu entrada de cine), por lo que recomiendo encarecidamente a todo el que me lea que vea esta película al menos una vez en la vida.
Enhorabuena, pues nos habéis hecho recordar que el romanticismo no es mandar un Whatsapp bonito o organizar un plan para pasar una tarde viendo series. El romanticismo es mucho más que eso, y creaciones tan bellas nos dan ganas de volver a intentarlo.
Y ahora me voy a buscar gatos a los que abrazar.
Gracias por leerme.
Un saludo.
Álvaro.
P. D. Aprovecho para recordar que mi primera novela, titulada «Vida en Blanco» ya está a la venta en Amazon. Espero que te guste, y agradecería encarecidamente que la compartas con más gente.
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