“La que está haciendo lío soy yo”, así le dijo la hermana Mónica Astorga al Papa Francisco I.
Mónica pertenece a la orden de las Carmelitas Descalzas. El hábito marrón abraza su sonrisa maternal, ella siempre ríe. Habla con seguridad y se indigna ante las injusticias que viven -como ella las llama- “las chicas”. Esta es la misma monja que tipea rabiosa en redes sociales cuando alguien agrede a las personas trans. La hermana Mónica es dulce y combativa.
En un mundo hostil que primero rechaza, ella no sólo reza, también hace. Actualmente gestiona una casa donde las chicas pueden reunirse y tener una contención. Expulsadas por la sociedad, por sus familias y hasta por la iglesia, acá las trans se descubren, visibilizan y comparten.
Romina avanzó ante la mirada de yeso de los santos para dejar el diezmo. Cuando el cura de carne y hueso le preguntó que de qué trabajo salía ese dinero, ella dijo “prostitución”. Romina es trans y en un sistema que las excluye la prostitución suele ser la única salida que les queda. El cura puso en contacto a
Romina con la hermana Mónica: “tenía amigos gays, pero nunca había hablado con una trans. Dos horas hablamos”, explica la monja.
Y eran muchas las Romina que querían volver a acercarse a la iglesia. “Se me van a reír, ¿traerlas a un convento?”, dijo Romina. “¿No te animás?”, respondió Mónica. Y cuatro chicas más se unieron. Volver a rezar, a charlar con Dios, escuchar la palabra. Volvieron a la casa (otra casa más) de la que fueron expulsadas, volvieron a una iglesia que se había olvidado eso de “amar al prójimo”.
El salón de esa casita que ahora las reunía empezó a llenarse. Las oraciones empezaron a tener santos y relatos travisteriles que se mezclaban con las confesiones y la carcajada. Monjas y travestis. Y la hermana Mónica preguntó: “¿Qué sueño tienen?, porque si uno no tiene sueños está muerto”. “Una cama limpia para morir”, respondió Romina.