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Los juguetes sexuales nunca podrán hacer el trabajo duro por ti

Durante los años en los que trabajé en un sex shop comprobé cómo la presión de tener buen sexo (en un mundo en el que no hay igualdad de condiciones) puede llegar a infligir su propio daño.

Trabajé en un sex shop durante siete años (una de esas tiendas buenrrollistas y luminosas que contrataban jóvenes feministas y LGTB con diplomas universitarios e intensos cortes de pelo). Antes de ponernos manos a la obra se nos entrenó en el valor central de la tienda: la positividad del sexo. Esta filosofía fomenta y celebra la inmensidad de la expresión sexual humana sin decantarse por ninguna actividad en concreto, orientación o cosas del estilo 'qué tipo de cuerpo es más válido o sexy para ello'. El sex-positive afirma que, siempre y cuando las decisiones en torno al sexo se tomen de forma consensuada entre todas las personas involucradas, no hay más. La gente debe ser respetada y aplaudida por decidir lo que considera mejor para ella. Me contrataron cuando tenía 22 años: recién graduada y con un corte de pelo a contracorriente. La idea de ponerme a trabajar con una empresa que se enorgullecía de todo esto me parecía fascinante.

Mi trabajo consistía en las ventas: lograr que la tienda obtuviese los mayores beneficios posibles. Eso no me molestaba en absoluto. Sabía que para seguir recorriendo el camino que recorríamos o participar de las causas que apoyábamos el dinero era una elemento imprescindible. De algún modo era hasta divertido, o por lo menos lo fue durante un tiempo. La emoción que sentía la gente cuando compraba su primer vibrador, un nuevo lubricante o su primer strap-on era contagiosa. Pero muchos de mis clientes estaban como condicionados a creer que si compraban lo que debían comprar, su vida sexual se volvería más picante o que, al menos, podrían usar lo comprado para librarse del trabajo duro respecto a ellos mismos o a su pareja.

Curiosamente este ha sido mi tema principal una vez obtenido otro trabajo como educadora sexual en talleres especializados. Con él he recorrido universidades, centros médicos e incluso despedidas de soltero/a. Los participantes expresaban su esperanza respecto a que si aprendían a hacer una buena mamada o encontraban las palabras mágicas para excitar a su pareja se transformarían en seres libres, todopoderosos, multiorgásmicos y con relaciones perfectas. Pero nunca es tan sencillo. Explorar el sexo siempre estará ligado a la exploración de prejuicios, traumas, miedos y los desequilibrios en cuanto a poder que invaden nuestra cultura como una plaga. Y en algunos casos, para alguna gente, existe un lado oscuro que interfiere con su positividad (sexual). La presión en torno a querer sentir que se están haciendo las cosas bien en el sexo, pese a todas las complicaciones mencionadas (sumado al deseo de pasarlo bien) puede provocar un daño propio.


«¿Cuál es tu juguete favorito?» Era lo que la gente me preguntaba cuando trabajaba en aquella tienda, como si fuesen un simple aparato que funciona igual para todas las personas, para todos los cuerpos, para todos los gustos... Dependía de nosotros cambiar el enfoque de esas conversaciones. («No hay uno perfecto a nivel general, pero podemos encontrar el que sea perfecto para ti».) Pese a ello, la gente buscaba juguetes que follasen por ellos, que estimulasen lo suficiente como para no tener que preocuparse por aprender cómo era el cuerpo de sus parejas. La gente pedía de forma insistente juguetes tipo manos libres; algo que pudiesen colocar sin más y que no tuviesen ni que agarrar. Y solicitaban juguetes que no fueran 'intimidantes' ni para ellos ni para sus parejas. Una y otra vez repetían como loros: «Algo magnífico, sí, pero que tampoco vaya a reemplazarme».

Observaba como miles y miles de personas trataban de ocultar sus problemas a través de la compra de lo que ellos llamaban 'el juguete correcto'.

Durante mi estancia en ventas observaba cómo miles y miles de personas trataban de ocultar sus problemas a través de la compra de lo que ellos llamaban 'el juguete correcto'. La gente se gastaba miles de euros para lograr que sus parejas les escuchasen o les encontrasen deseables o se preocupasen más por su placer. Era atroz el miedo que tenían a comunicarse en un plano real. Pero, ¿quién podía culparlos? En algunos casos estaba bastante claro que la otra persona no quería preocuparse, no quería escuchar o que si el cliente decidía primero hablar con ella sería castigado por el simple hecho de sincerarse. Mis compañeros y yo aconsejamos a mucha gente sobre las relaciones que tenían y que les convertían en seres desempoderados, ignorados, devaluados y deshumanizados carentes de palabras.

En la tienda no trabajábamos por comisión y era algo deliberado; no se pretendía que el personal de ventas se sintiese presionado a vender por vender o hacer que los clientes gastasen dinero sin más. En un par de ocasiones en las que el jefe no estaba presente, yo misma decidí no cerrar alguna que otra venta. Recuerdo negarme a venderle a un hombre un kit de dominación porque insistía en «quiero atar a mi mujer para que no se vaya incluso aunque ella diga que quiere ser libre». En lugar de eso, hablamos sobre la importancia del consentimiento y las conexiones entre las fantasías sin consentimiento y la agresión sexual. La conversación le molestó profundamente, por lo que se fue rezongando de la tienda ipso facto. En una ocasión, una pareja entró en la tienda. Estaban en mitad de una pelea. El chico le decía a la chica lo que debía comprar, pero ella se negaba en redondo una y otra vez, entre gritos, hasta que él puso violentamente su tarjeta de crédito sobre el mostrador para silenciarla. Les cobré, estaba muy asustada. En otro momento, tranquilicé a una clienta que estaba siendo humillada por su pareja (que la había traído en contra de su voluntad para adquirir algo) diciéndole que podía devolver el juguete comprado pese a que eso iba en contra de la política de devoluciones del establecimiento.

Recuerdo hablar con las clientas sobre cómo romper con sus parejas, sobre cómo mantenerse a salvo. Con unos pocos minutos de charla positivosexual, muchas clientes revelaban historias de abuso, fantasías que no se atrevían a confesar en otros contextos o incluso dudas sobre su matrimonio. Me preocupaban mis clientes, personas que parecía que nunca habían tenido un sitio seguro en el que hablar tranquilamente de sexo de un modo asertivo. Resultaba especial para mí que confiasen en mí de esa forma, que me pudiesen realizar preguntas personales sobre sus cuerpos y que sintiesen que yo no les iba a juzgar. Pero cuando acababa la jornada, vendíamos juguetes sexuales, no soluciones.

Dicho esto, había muchas ocasiones en las que ayudar a los clientes a explorar sus deseos resultaba emocionante, conmovedor y profundo. Un hombre al que le iban a extirpar la próstata debido a un cáncer me dijo que no estaba asustado por la operación, pero sí aterrorizado por si la misma reducía considerablemente la potencia de sus eyaculaciones. Se rió. «Ya sé que es una tontería, ¡pero me haría sentir menos hombre!» Y entonces empezó a llorar. Le dije que no me parecía una tontería; luego le pregunté si podía colocar mi mano en su hombro y nos quedamos allí de pie, durante un instante, juntos.

Intentábamos complementar la bolsa en la que se llevaban sus productos con un regalo en forma de arrestos para que afrontaran sus traumas.

En otra ocasión, una madre entró en la tienda acompañada de su hijo adolescente. Había venido a la ciudad para asistir a un grupo de apoyo a adolescentes trans y para comprarle una especie de coquilla, un artículo para llevar en la parte frontal del pantalón y crear la apariencia de una protuberancia. La madre me comentó que el viaje había sido caro, pero que su hijo había ahorrado su propio dinero para comprarse la coquilla. Centró su mirada en un modelo impresionante, pero no tenía suficiente dinero para acompañarlo de los calzoncillos adecuados, unos con un compartimento de seguridad frontal. Le pregunté que me dijera qué opinaba sobre la siguiente oferta: tras seis años trabajando en la tienda tenía cientos de euros en una tarjeta para gastar en ella, así como más juguetes sexuales de los que jamás iba a necesitar. Por ello, ¿qué le parecía comprar la coquilla que más le gustase y a cambio regalarle yo los calzoncillos adecuados? Su madre me preguntó algo que ojalá el resto de personas hicieran más a menudo: «¿Te gustan los abrazos?» (y recorrí el mostrador hasta encontrarlos y abrazarme a ellos). Mientras lo hacíamos, ella me susurro: «Gracias por enseñarle que hay lugares en el mundo en el que lo aceptarán y entenderán independientemente de quién quiera ser, porque es algo que no sucede tan a menudo», y entonces lloré y ella lloró y luego él empezó a llorar. Tres llorones bajo un manto de juguetes sexuales. Mis compañeros y yo vendíamos positividad sexual a través de artículos de lujo; intentábamos complementar la bolsa en la que se llevaban sus productos con un regalo en forma de arrestos para que afrontaran sus traumas.

Conectar con la otra persona cuando hablas con ella es maravilloso cuando te dedicas a vender al por menor, casi como una sesión de terapia personal. Y lo lograba. Logré conectar con una pareja de cincuentones que se pertrechaban de juguetes para un viaje que iban a hacer a Berlín para recorrer diversos clubes de índole sexual. Conecté con una mujer que por fin podía volver a masturbarse tras un traumático divorcio. Conecté con la energía de un sumiso que quería comprar un juguete para utilizar con su amante, también con una mujer de 80 años que nunca antes había tenido un orgasmo o con un universitario que se mostraba renuente a la hora de comprar lubricante porque pensaba que «él era más que suficiente motivo para que se le mojaran las bragas». Cuando la tienda estaba a rebosar, verme trabajar era como ver un partido de tenis de mesa. Iba de un cliente a otro, adaptándome a ellos como bien podía: servicial y simpática, atenta y cordial. Una auténtica ganga por 10 euros la hora. Todas esas conversaciones terminaban con una cuestión existencial típica de la venta al por menor, una pregunta cuya inmensidad perduraba en el aire mientras les cobraba: «¿Has encontrado lo que buscabas?».


«¡El consentimiento es sexy!» Es verdad y además es una consigna que luce bien en un bolso de mano. «¡Si no hay consentimiento, es violación!» Este eslogan no vendería tanto. Me pregunto si la gente sabe realmente lo que es el consentimiento, cómo suena, cómo se siente. (Para la gente obsesionada con que lo de hablar de sexo 'destruye el misterio': el misterio es si la otra persona implicada está en la misma onda. No resuelvo misterios con mis genitales; para ello recurro a mi cerebro y a las palabras).

He hablado del consentimiento en todos los talleres de educación sexual que he dirigido y muchas veces lo he explicado de una forma en la que la metáfora se ahoga hasta la muerte: quieres invitar a un amigo a cenar. ¿Le dices «¿quieres cenar?» y lo dejas así sin más? O le preguntas cosas como: «¿Te apetece algo en concreto hoy? ¿Eres alérgico a determinadas comidas? ¿Hay alguna cosa nueva que quieras probar?» Qué pasaría si llegáis al restaurante y de pronto tu amigo te dice: «A ver, ya sé que dije que me apetecía venir a este sitio, pero creo que ahora me apetece otra cosa diferente». ¿Y qué pasaría si estáis comiendo y de pronto tu amigo ya está lleno y quiere parar?

Nunca he incorporado este giro, pero debería: ¿y qué ocurriría si en lugar de ir con tu amigo, es tu jefe quien te invita a ti a cenar? ¿Cambiaría eso la forma en la que contestarías a sus preguntas? ¿Sería más difícil decirle que no estás interesado en el restaurante que él sugiere? ¿Es esa diferencia de poder la que hace que resulte más difícil decir no ya que si lo haces presientes que se producirían consecuencias desagradables? Nuestra cultura parece haberse olvidado de este matiz cuando hablamos de consentimiento. Decir «no» es una cosa (muy importante), pero, ¿cómo se enfrenta la violencia potencial surgida de esa negación? ¿Cambiaría eso la dimensión del «sí»? Se espera que ignoremos todas las formas en las que podríamos ser castigados o bien que aprendamos a comer cualquier cosa que se sirva sin rechistar.

Es más fácil distanciarse de un posible fracaso que ser curioso y preguntarse: ¿qué es lo que hace que nos resulte tan difícil hablar de sexo?

Debido a esto, la manifestación imperfecta de la positividad sexual que muchos practican sin saber puede convertirse en pura destrucción. Oh, ¿no eres una chica feminista segura de sí misma que CONSIGUE LO QUE QUIERE en la cama? Lo siento, amor, ¡supongo que no tienes remedio! Es más fácil distanciarse de un posible fracaso que ser curioso y preguntarse: ¿qué es lo que hace que nos resulte tan difícil hablar de sexo, poner límites o señalar lo que nos incomoda? ¿Está provocado por algún tipo de trauma, nos lo inculca la sociedad o es algo relacional? En lugar de intentar entender, criticamos las terribles experiencias de los demás porque estamos convencidos de que algo así no podría pasarnos a nosotros.

Esto deposita como siempre la carga y la culpa directamente sobre la víctima. La creencia de que si te hacen daño es culpa tuya porque no has hecho lo suficiente como para ser la mujer que se espera que seas (como si a las mujeres empoderadas no le hiciera daño nada). La primera vez que me agredieron me negué a llamarlo de ese modo porque que creía que una agresión no encajaba con la imagen de mí misma que creía poseer. Y su alternativa, aceptar que mi inextricable atadura a la subyugación basada en el género no podía ser anulada con fuerza de voluntad supuso un golpe abrumador y doloroso. Si lo aceptaba tenía que dar paso a nueva voz crítica, un nuevo estómago con el que digerir años rumiando negociaciones de mala fe con los hombres. Era más fácil no hacerlo. Era más fácil pensar que un vibrador de 80 € podría satisfacer una necesidad a la que no era capaz de dar voz.

Durante mi tiempo como parte de la plantilla del sex shop, vinieron decenas de hombres con sus mujeres o novias a pedir algún producto que pudiese «calentarlas» o «hacer que disfrutasen más del sexo». Vendíamos algo que llamábamos ungüento de la excitación, algo que yo describiría como un ungüento para la zona íntima. Pero explicaba que no podía albergar la excitación en sí misma, sino que eso era algo que provocaba el cerebro y que para nada comenzaba ni terminaba con la aplicación de una crema en la zona genital. Tal vez, podía sugerir subrepticiamente que quizá era el momento de tener una conversación en la que ella dijese cuáles eran sus fantasías, qué tipo de sexo le gustaba más y cómo le gustaba que la tocasen. Pero los clientes fruncirían el ceño y preferirían pagar 8 € como alternativa a la comunicación.

Todavía nos aferramos a la anticuada y absurda idea de que a las mujeres heterosexuales no les gusta el sexo. Trato de imaginarme a mí misma sirviéndole un plato de harina a alguien y, cuando no quieren comerlo levantar las manos y exclamar: «¡Lo he intentado todo! ¡Es que no les gusta la comida!». ¿Cómo es posible que hayamos interiorizado sin cuestionarlo el cliché de «hoy no, cariño, que me duele la cabeza»? Las mujeres necesitan excusas para librarse del sexo; no querer sexo no es una razón en sí misma. Pienso en mi abuela. Cuando su cita no iba como se lo esperaba, iba al baño, se golpeaba la nariz hasta sangrar y se excusaba para poder librarse. Le resultaba más fácil herirse a sí misma que sufrir las consecuencias de rechazar a un hombre.

Tras dos años trabajando en la sección de ventas de la tienda me ascendieron a jefa del programa educativo de la empresa que dirigía la firma. Y lo que sentí en ese trabajo me ayudó a ver con todavía más clarividencia todo lo relacionado con las preocupaciones en torno al sexo de la gente (y los desequilibrios inherentes que les dominaban).

El motor financiero del programa educativo era un taller sobre mamadas, por un margen casi inconcebible. El taller tenía la intención de ser divertido, buenrollista y práctico (con plátanos). Nuestro trabajo como profesores era mantener la conversación sin género y ofrecer el contenido en base al consentimiento y huyendo siempre del sermón, lo didáctico y la tentación de irse por los cerros de Úbeda. ¡Nos lo pasábamos bien! Pero también hablábamos sobre no humillar a la gente que no se excitaba lo suficiente, de cómo negociar los límites en un encuentro casual o qué hacer cuando alguien trataba de empujar tu cabeza en dirección a su entrepierna. Me sentía orgullosa de dirigir un taller sobre mamadas que ofrecía la posibilidad de no hacerlo si no se quería.

Pero por otro lado, no podíamos hacer un taller sobre cunnilingus para salvar nuestras vidas. Cada dos por tres, los participantes del taller lo pedían al rellenar las hojas de evaluación, pero inevitablemente se descartaba debido a la baja venta de tickets. Tratamos de bajar el precio del taller, cambiamos su nombre, ofrecimos bolsas de regalo y champán gratis. Era toda una victoria cada vez que podíamos soltarnos al obtener el mínimo de asistencia obligatorio y de ese modo llevar a cabo la sesión. Mientras tanto, las mamadas seguían en la cresta de la ola.

¿No se les enseña a las mujeres a anticiparse a la pregunta: ¿qué he hecho mal? ¿Qué podría hacer para mejorar?

¿Por qué? A grandes rasgos, la mayoría de personas que asistían al taller eran mujeres que tenían sexo con hombres cisgénero (una categoría en la que la mayoría de las veces yo también me incluía). En algún momento a todas se nos engatusa con la poesía shakesperiana que insiste en que si aprendemos a hacer mamadas increíbles seremos capaces de hipnotizar y mantener a nuestro lado a cualquier hombre. Como si así fuera como funciona todo, como si pudiera grapar una lista de mis habilidades femeninas en la parte delantera de mi vestido (¡coser!, ¡Cocinar! ¡Graduada por la universidad de Mamadas!) y permanecer de pie en mitad de la plaza hasta que alguien me elija.

¿No se les enseña a las mujeres a anticiparse a la pregunta: qué he hecho mal, qué podría haber hecho mejor? Nos hacemos esa pregunta sobre la mamada que hacemos, pero también cuando recibimos. ¿Demasiado pelo? ¿Insuficiente? ¿Labios vaginales demasiado feos? ¿Demasiada humedad? ¿Muy seco? ¿Huelen mal mis genitales? ¿Saben mal? ¿Es por eso por lo que no quiere chupármela? Temerosas de enfrentarnos a la retribución por nuestra asertividad, en vez de eso nos retorcemos para adaptarnos a las formas del deseo de la otra persona. ¿Por qué hay tantas mujeres que rechazan el sexo oral? ¿Por qué hay tan pocas mujeres heterosexuales que llegan al orgasmo con su pareja? ¿Qué se necesitaría para vender este maldito taller?

Trato de imaginarme una despedida de soltero entrando en la tienda para celebrar una fiesta del cunnilingus, el novio ataviado con una corona de estilosos y relucientes coños. Cada hombre entra en la habitación cauteloso, con una cerveza en una mano para que el objeto familiar se sienta a gusto. Todos ellos nerviosos, pensando que hay un secreto que desconocen sobre comer coños y que el resto de hombres no quieren desvelar, preocupados porque sus novias, mujeres o cintas Tinder les cambiarán por alguien que la chupe mejor. Imagino a los participantes (el hermano del novio, el mejor amigo de la novia, su primo...) adornados con collares de vulva mientras chupan melocotones y jugosos mangos. Todos sentados en una habitación repleta de hombres, aullando alocadamente y animándose entre ellos mientras practican nuevas técnicas con la lengua. Pensar sobre ello hace que me duela el corazón.


¿Podemos imaginarnos hablando de sexo en un modo en el que no tratemos de absorber al otro, de forma en que no tratemos de dominar o pensar solamente en qué podemos hacer para salirnos con la nuestra? ¿Podemos tolerar las verdades ajenas (que somos adultos con unas directrices fijas y que las cartas que sosteníamos hasta entonces solo respondían en una dirección?

El sex-positive es un concepto potente, pero para ungir un plano real tiene que acabar con la opresión, la desigualdad y las huestes del capitalismo. Hay valor en la idea, sobre todo en la capacidad que ofrece a las personas para encontrar valor en sí mismas. Pero solo podemos vivir los principios de la positividad sexual a través de una sociedad mejorada. Para lograr que la positividad sexual prolifere en nuestra cultura, esta se ha mercantilizado junto a su sencillez y éxito. Y así, el mensaje y su significado se alejan, la intención y la forma en que se ejecuta. Y el sexo se convierte en una forma más de fracasar como mujer.

El agotamiento que siento por la implacable alegría de gran parte del movimiento me recuerda a la repulsión que siento cuando alguien afirma con entusiasmo: «¡Somos una sola raza, la raza HUMANA!» (una afirmación que no tiene en cuenta la construcción social de la raza y el racismo). No podemos elegir la igualdad simplemente porque nos apetece mucho que esta exista. Podemos creer en la pluralidad de la expresión sexual, en la validez de todas las orientaciones e identidades, pero eso no quiere decir que todos seamos iguales.

Y así, el mensaje y su significado se alejan, la intención y la forma en que se ejecuta. Y el sexo se convierte en una forma más de fracasar como mujer.

Quiero creer lo suficiente en la positividad sexual para que esta se vuelva real. En muchos sentidos, es un bálsamo para calmar el dolor que sentimos las mujeres en una cultura que nos castiga por nuestros impulsos, que vilipendia nuestra sexualidad y elimina el valor de las trabajadoras sexuales. Encontrar una comunidad sexualmente positiva fue como volver a casa con 20 años. Por otro lado, interactuar con una comunidad de feministas honestas y queers radicales puso los cimientos de mi ideología política, de mi forma de entender las emociones, de mis valores, de mi vida amorosa y del modo en que afronto el trabajo.

El trabajo que hice en el sex shop fue complicado pero emocionante. Nos obligaba a ir más allá del rollo «vende consoladores para pagar las facturas». Éramos empleados de una tienda al por menor, pero también terapeutas y educadores, consultores y amigos, trabajadores sexuales, guías turísticos y buques insignia. Éramos pueriles, divertidos y cercanos, pero operábamos bajo un estricto protocolo que nos presionaba y llevaba al límite nuestras capacidades. Experimentamos cansancio emocional, teníamos que defender nuestros límites físicos y emocionales, equilibrar el conflicto de mantener una tienda rentable al tiempo que se luchaba por el bien del cliente. Todo ello con salarios al por menor. No podíamos aconsejar a otros sobre su liberación total mientras tomábamos decisiones basadas en pagar el alquiler o la comida. No podíamos aconsejar a pleno pulmón sobre la importancia de la seguridad mientras nosotros mismos estábamos en peligro. Los empleados se sindicalizaron para lograr mejores condiciones de trabajo, y yo renuncié poco después. Mientras recogía mis cosas, me preguntaba la crucial pregunta de transacción: ¿he encontrado lo que estaba buscando? Todavía no. ●


Fancy Feast es una artista burlesque, educadora sexual y Miss Coney Island 2016. Actualmente está trabajando en su primer libro. Puedes seguirla en Twitter e Instagram.


Este artículo forma parte de una serie de contenido dedicado al sexo en relación al complejo momento cultural que estamos viviendo.

Este artículo ha sido traducido del inglés.