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Mis ataques de pánico me enseñaron a ser feliz

Creo que todo sucede por una razón, incluso algo tan feo como un ataque de pánico.

Se me empieza a acelerar el corazón y eso enciende un interruptor. En solo un segundo mi cuerpo pasa a modo alerta y siento cada pequeño cambio en mi organismo. Percibo un hormigueo incómodo en un punto específico de la cabeza y sólo puedo pensar: es un tumor, me voy a morir, algo me va a pasar ahora mismo y voy a desaparecer. Todo esto sucede en un lapso de 5 minutos mientras espero el tren.

Es el cuarto ataque de pánico en lo que va del año. No es algo nuevo porque ya vi este proceso desde afuera. Vi a mi pareja derrumbarse con los ojos llenos de terror en la guardia de un hospital sin saber lo que le pasaba y lo vi construirse nuevamente con valor. Tengo miedo pero también tengo un ejemplo de que la vida sigue y mejora. Pienso si es casualidad que ambos casos se presenten cerca de los 30 años. Pienso si mi infancia y las cosas que viví están directamente relacionadas con estos episodios.

Vuelvo a mis 9 años, soy la más chica de 4 hermanos y mis papás siempre están ocupados y preocupados por los otros. No quiero ser un problema más para ellos, entonces me callo y sufro en silencio cuestiones familiares que no puedo cambiar pero sí tengo que presenciar. Observo a mi mamá colapsar de nervios en el piso de la cocina, gritando y llorando a la vez. Tengo 13 años y no sé cómo ayudarla.

Si en mi casa hay silencio soy feliz pero si comienzan los gritos mi ansiedad se dispara, siento miedo y quiero escapar. Mi único refugio son los libros y la escritura.

Tengo 17 y no se qué hacer con mi vida, siento una urgencia por resolver mis interrogantes y también complacer a los demás. Dejo que elijan por mi y acepto tomar caminos que en el fondo sé que no son los que quiero. Sufro porque me siento siempre de afuera, no pertenezco. Esta no es mi vida, es la vida que otros creen que debo tener.

Intento encontrar mi identidad, pero mi círculo más cercano no deja de juzgarme, me dicen que soy muy vergonzosa, que tengo que hablar más. Siento ansiedad porque solo me veo a través de sus ojos y no entiendo ¿qué tiene de malo ser así? Me siento sola a pesar de que no lo estoy, pero me cuesta tanto expresar la angustia que cargo adentro que creo que nadie me entiende. Soy yo con mi cabeza una y otra vez.

Cada encuentro social es un episodio de ansiedad y angustia. No puedo decir en voz alta las cosas que me molestan porque para mí la prioridad es evitar el conflicto. Tengo miedo de decir algo que pueda herir al otro entonces me lo guardo.

Tengo más de 20 años y logro romper un patrón por primera vez. Quiero alcanzar la vida que quiero y creo merecer. Al poco tiempo me voy de casa y me alejo de personas que fomentan mi inseguridad. Siento mil kilos menos en la espalda.

Pasa muy poco tiempo hasta que me doy cuenta que me fui pero me llevé una mochila llena de situaciones, escenarios, problemas y conflictos que ni siquiera son todos míos, son los de mi familia también. Me los cargo al hombro por elección.

Tengo suerte, más de la que creo merecer y encuentro un compañero de vida, alguien que se ofrece a ayudarme a vaciar la mochila. Él me recuerda cada día: no cargues con los problemas ajenos, no te corresponde. Me enseña a externalizar sin quebrar, a vivir sin sufrir.

Durante más de 5 años lloro todo el tiempo porque adentro mío hay un nudo de cuestiones sin resolver que no saben cómo salir y yo no se cómo sacarlos. De a uno, los voy desenredando.

Me toma mucho tiempo e introspección darme cuenta que no soporto estar adentro de una oficina en un trabajo de 9 a 6. Por alguna razón ese esquema me recuerda lo que sentía cuando tenía 10 y en mi casa presenciaba peleas y crisis. Otra vez soy rehén de un espacio físico y de las ordenes de otro. Se me hace costumbre llorar adentro del baño en cada trabajo de porquería que consigo.

Con esfuerzo y algo de ayuda, logro salir del esquema laboral tradicional. Descubro que trabajar remoto me hace feliz, vuelvo a ser dueña de mis horarios y espacios. Es un buen año, acepto responsabilidades, aprendo y me animo a desafíos que antes creía imposible. Pero eventualmente mi trabajo se vuelve mi vida y me absorbe por completo.

Empiezo a llenar mi mochila otra vez, ahora con cuestiones laborales. Me exijo en exceso y me expongo a escenarios que me hacen mal. Me estreso porque trabajo 12 horas por día atornillada a una silla. No desayuno ni almuerzo porque primero tengo que demostrarle a mi jefe que aunque este trabajando desde casa, soy la empleada ejemplar. Lloro día por medio, no puedo dormir y se me empieza a caer el pelo. No quiero esto.

La angustia es tan grande, la mochila está tan pesada que se me dispara el primer ataque de pánico. Es un lunes cualquiera y no puedo respirar ni parar de llorar, me siento acorralada y desesperada. Son sensaciones tan feas que no se las deseo ni a mi peor enemigo. Mi cuerpo es ajeno, está sacado. Agradezco no estar sola en ese momento y con ayuda intento normalizar mi respiración.

Estoy en un punto de quiebre en el que tengo que tomar una decisión porque mi cuerpo me lo está implorando. Ese mismo día tomo valor y renuncio. Dejo mi trabajo porque sé que ninguna inseguridad económica puede superar este malestar y desgaste mental que vengo soportando. Tomo esa decisión porque entiendo que si no lo hago yo, nadie lo va a hacer por mí.

Comienzo a leer sobre la crisis del cuarto de vida y entiendo de qué hablan los que dicen haberla transitado. Caigo en la cuenta de que si no comienzo a tomarme las cosas más a la ligera me voy a enfermar. Aprendo poco a poco que puedo decir no, que discutir no es pelear, que estar en desacuerdo no es agredir. Pero sobretodo aprendo que puedo elegir.

Al mismo tiempo que renuncio empiezo mi propio emprendimiento, vuelvo a escribir sobre lo que me gusta y encuentro tiempo para mí. Me doy cuenta que necesito sentirme libre, entonces me propongo siempre hacer lo que me hace feliz, a mi manera. Gracias a este largo proceso descubro mis capacidades y mis talentos.

Pasaron 8 meses desde ese primer episodio y si bien se repitió en más de una ocasión, ya no me toma por sorpresa. Sé cuando llega y sé cuando se va. Lo observo: es como el hipo, no me desespero, entiendo que es pasajero. El ataque está ahí para recordarme que no debo olvidarme de mí.

En vez de tenerle miedo y rechazarlo, lo uso de brújula. Ya no quiero vivir situaciones que me hagan mal, ya no quiero ser víctima de la ansiedad ni del sufrimiento.

Me tomó mucho tiempo entender que no estaba sola, que podía pedir ayuda. Que eso no me hacía más frágil o inútil. Aprendí que nadie sabe lo que hace, todos estamos intentando e improvisando ser felices.

Descubrí que cuando el ataque de pánico cesa, salen a la luz aspectos propios de los que no tenía ni idea.

Poco a poco, con esfuerzo y voluntad incorporé hábitos que me ayudan a vivir más tranquila. Meditar, hacer yoga, informarme y hablar con gente que pasó o esta pasando por lo mismo, me ayuda muchísimo.

La ansiedad sigue conmigo pero ya no es dueña de mi vida. No soy yo la que se adapta a un esquema pre establecido, en cambio construyo uno nuevo que se adapte a mi. No existen formulas secretas para avanzar. Para sanar sólo tenía que escucharme y priorizarme siempre.

Cuando creo perder el control y caer otra vez en el abismo en el cual me siento débil y sola, me recuerdo todo lo que avancé. Me abrazo mentalmente por todas las heridas internas que pude curar, por todo lo que supe dejar atrás.

Hoy entiendo que ningún ataque de pánico va a vencerme o hacerme desaparecer. Porque todas esas sensaciones que me recuerdan lo frágil que soy también me recuerdan que estoy viva, y yo a esta vida no vine a sufrir, vine a ser feliz. Cueste lo que cueste.