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Me Too: qué te ocurre cuando sufres una violación con ocho años

Ahora que el caso de Kathua ha dominado los ciclos de las noticias, he recuperado recuerdos que tenía reprimidos desde que era una niña pequeña sin palabras para explicar lo que me estaba ocurriendo.

Primero, una confesión: evito leer nada sobre abusos sexuales a niñas pequeñas. Soy periodista y me alegra mucho vivir en la época de #MeToo. Apoyo totalmente que las instituciones públicas responsabilicen a los hombres de sus abusos a mujeres y niñas. Pero hace 10 años mi terapeuta y yo decidimos que era importante que me alejara de este tema. Era imperativo que lo hiciera. Era una cuestión de supervivencia.

Soy una mujer que ha hecho carrera escribiendo sobre la política del género, y como tal esta obstinada negativa a involucrarme con esta categoría tan específica de historias fue causa de sorpresas y comentarios hirientes por parte de editores y compañeros de trabajo a principios de mi carrera. La mayoría lo consideraron una excentricidad de niña rica sobreprotegida, que no era capaz de asimilar la fealdad de la brutalidad de la vida real. Para mí era más fácil dejar que se quedaran con esa imagen que admitir que, cada vez que me acercaba un poco al tema, siempre acababa al borde de la crisis nerviosa y el ataque de pánico.

Tampoco fue de gran ayuda que comenzara mi carrera solo un par de años después de mi terapia. He tanteado el terreno un par de veces. Hace cinco años pensé que estaba preparada para enfrentarme a mis demonios e intenté organizar un campamento de concienciación sobre abusos sexuales en la infancia. El resultado fue que tuve que tomarme tres meses de baja para permitirme sanar. También entonces fue más fácil fingir ser una persona poco responsable que se tomaba unas largas vacaciones por capricho. Recientemente, el año pasado, estaba trabajando en una historia sobre una víctima de violación preadolescente y entré en una espiral de síndrome post traumático de la que tardé varias semanas en salir.

He pasado una parte tan grande de mi vida negando la existencia de mi propio horror que ahora se me da muy bien fingir. Tan bien se me da, de hecho, que incluso mi familia nunca llegó a sospechar lo que me estaba pasando.

Abrí Twitter. Ahí estaba. Instagram. Ahí estaba. Facebook. Ahí estaba.

Pero, incluso teniendo todas mis defensas en su sitio, no podía ignorar a esa niña de ocho años de Kathua.

Estaba sentada en un asiento duro y frío de plástico y cuero en la sala de espera de un aeropuerto, esperando a tomar un vuelo de 17 horas de duración. Volvía a casa tras casi un mes de viajes.

Estaba mirando el móvil para pasar el tiempo y abrí Twitter, como haría cualquiera. Ahí estaba ella. Instagram - ahí estaba. Facebook - ahí estaba.

Por muy veterano, sabio, ignorante o experto que consigas ser en el arte del subterfugio, ciertas verdades de tu vida consiguen alcanzarte cuando menos te lo esperas.

Algunas de mis defensas todavía me protegían. Conseguí que algunos de los detalles no me afectaran. Pero había una palabra que se repetía en todos sitios y que me descolocaba por completo:

ocho.

Tenía ocho años.

Con ocho años era muy pequeña para haber sufrido un destino tan horrible, decían los entendidos y los reporteros. Como si hubiera una edad en que la violación en grupo y el asesinato es más aceptable. Pero el ocho es un número especial para mí. Los últimos 23 años me he acostado y despertado con ese número todos los días, aunque no siempre lo supiera.

Lo último que recuerdo es cómo me retumbaba la sangre en los oídos en la sala de espera del aeropuerto. Recuerdo que el corazón me latía como un martillo en el pecho. Recuerdo pensar que debería echarme a llorar. Y luego no recuerdo nada.

Unas 18 horas después salí a tropezones del avión y entré en un aeropuerto ligeramente tambaleante en Mumbai, mientras las azafatas me miraban con un gesto extraño y el ceño levemente fruncido. El nudo que tenía en el estómago me dijo que no había comido nada durante todo el vuelo. Los correos electrónicos en mi bandeja de entrada me dijeron que había comprado y agotado un número poco normal de paquetes de Internet mientras estaba en el aire. ¿Cuántos artículos de redacción, noticias y opinión había leído? ¿Cuántas lamentaciones angustiadas en medios sociales y editoriales llenas de indignación relatando meticulosamente y con todo detalle esa violación en grupo y posterior asesinato? No lo sé. No recuerdo nada.

Cuando llegué a casa me pasé tres días más en un agujero negro psicológico, leyendo y releyendo su historia, permitiéndome recuperar recuerdos que había reprimido desde... adivinad... los ocho años.

A medida que voy despertando del estupor de las últimas 100 horas y por fin recuerdo los terribles detalles de los últimos días de aquella niña de ocho años de Kathua, también recuerdo las horas que, en muchos sentidos, marcaron el final de mi niñez tal como yo la conocía.

Como ella, yo también tenía ocho años. En sus violaciones veo las mías propias.

Su vestido morado con flores amarillas me recuerda a mi pijama rosa con elefantitos grises. Su amor por los caballos me recuerda a mi amor por los perros. Su violador la engañó prometiéndole que la iba a ayudar a encontrar sus caballos perdidos. El mío se ganó mi confianza prometiéndome un cachorrito el día que cumpliera los nueve años. Ella nunca vio a sus amados caballos. La niña que hay en mí sigue esperando a mi cachorrito.

Una vez tuve ocho años. En sus violaciones veo las mías propias.

La arrastraron hasta un templo, un lugar que se supone que protege y conserva tu bondad. A mí me violaron en un hogar lleno de gente que se supone que debía protegerme.

Leí que la drogaron varias veces para silenciar el sonido de los horrores a los que sometieron su cuerpo. Me recuerda al peso imposible de la palma de su mano apretándome la boca.

Leí que sangró por la boca cuando intentaron estrangularla y recuerdo todas las veces que tuve que salir corriendo al cuarto de baño para lavarme la sangre de las bragas y que mi madre no se enterase.

Leí que la mataron cuando amenazó con contárselo todo a sus padres. Yo nunca hice esa amenaza. Me subía el pantalón del pijama y volvía corriendo a la cama cuando él terminaba. Me hace preguntarme qué habría pasado si le hubiera amenazado. No sabía que podía hacerlo.

Leí que encontraron su cuerpo con los ojos desorbitados, los labios ennegrecidos y marcas por toda la cara, y recuerdo despertar con un pequeño charco de sangre la mañana siguiente y fingir que me había hecho pis en la cama después de lavar las sábanas a toda prisa para eliminar todas las manchas. No sabía qué le pasaba por la cabeza mientras ocurría todo aquello, y aún no tengo respuestas para explicar por qué preferí protegerle durante tantos años.

Pienso en los adultos que estaban en el mismo hogar en el que me violaron una y otra vez.

Leí que un montón de policías colaboraron para ocultar su violación. Pienso en los adultos que estaban en el mismo hogar en el que me violaron una y otra vez. Pienso en la esposa de mi violador, que me mira asustada y nunca ha sido capaz de mirarme a los ojos. Nunca le conté “nuestro” secreto, pero sospecho que lo sabe. Sospecho que siempre lo ha sabido.

Leí sobre la madre y hermana mayor de esa niña, trastornadas y petrificadas, y pienso en aquel día no muy lejano en que se lo conté a mi madre y a mi hermana. Recuerdo el shock, la ira y el dolor. Fueron sustituidos por una estoica aceptación, porque sabemos que de un modo u otro es una batalla que perderemos. Comprendo su silencio porque refleja el mío propio.

Leí que el ruido que genera la muerte ha sumido al país en una intensa guerra política, y pienso en que mi propio silencio ha destruido la paz dentro de mi propia familia. Era un silencio tan comprometido y tan completo que pasé gran parte de mi vida sin saber qué me había ocurrido, incluso cuando tenía comportamientos autodestructivos bajo el peso de la carga que llevaba en secreto. Eso es, hasta que la terapia me ayudó a sacar a la fuerza los recuerdos que tenía enterrados en el fondo de mi psique.

Es imposible evitar el tsunami de ira, dolor, desolación, desesperanza y agotamiento. En estos momentos parte del país se muestra enfurecido tras conocer este hecho tan incomparablemente horrible, mientras que otra parte me hace hervir la sangre con su capacidad para justificar algo tan repugnante considerándolo “daños colaterales” en una guerra religiosa e ideológica. Todo esto me hace aferrarme a un detalle fragmentado que me lleva una y otra vez de vuelta a Kathua: la edad que las dos teníamos cuando perdimos nuestra inocencia. Al contrario que ella, yo no perdí la vida.

A los ocho años eres demasiado joven para saber lo que es una violación, pero mientras te ocurre sabes exactamente lo que te está pasando.

A los ocho años eres demasiado joven para tener un vocabulario adecuadamente equipado con palabras para explicar lo que te hicieron, pero lo suficientemente mayor para que tu cuerpo y tu mente recuerden cada atroz detalle.

Lloré por ella y por mí, y por todos los niños pequeños que aprendieron demasiado pronto que su cuerpo es algo que se puede invadir y maltratar.

A los ocho te deberían doler los muslos por el esfuerzo de jugar demasiado, no porque te los separen a la fuerza hombres que podrían ser tus padres.

A los ocho años eres demasiado joven para que tu instinto de supervivencia haya aparecido, demasiado joven para sospechar de los tíos y bhaiyas que te rodean por todas partes, pero lo suficientemente mayor como para pasarte toda una vida preguntándote si podías haber evitado de alguna manera que aquello te ocurriera.

A los ocho años eres demasiado joven para cargar con el peso de la violación, pero sí lo suficientemente mayor como para asumirla en silencio.

Este suceso en particular es brutal. Ella no pudo escapar tras esas puertas cerradas por los matones. Pero en la India violan a niñas de ocho años continuamente, en sus propios hogares, escuelas y barrios, y a pesar de que no están físicamente encerradas lejos de un lugar seguro, son prisioneras de la vergüenza, de su falta de vocabulario para expresar lo ocurrido, de adultos que se ponen tanto a ver a los hombres que conocen como violadores que prefieren mirar hacia otro lado.

La última vez que leí sobre la pesadilla que ocurrió en Kathua por fin me permití derramar las lágrimas que nunca derramé de niña. Lloré por ella y por mí, y por todos los niños que han aprendido demasiado jóvenes que su cuerpo es algo que se puede invadir y maltratar fácilmente y sin consecuencias, por hombres débiles que toman el poder donde pueden.

Este artículo ha sido traducido del inglés.