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    Cómo hacer carnitas que arreglarán todo lo que está mal en tu triste vida

    Dejé México porque era infeliz y creía que mi infelicidad estaba arraigada en la historia y la geografía. Pero de vez en cuando añoro sentirme como en casa: entonces hago carnitas.

    Lo llamaban Güero, o sea 'rubio', pero no se parecía en nada a un surfista californiano. Era dueño de un puesto de tacos sin nombre en El Olivo, uno de esos feos barrios de la Ciudad de México que se ubican en la tensa frontera entre ricos y pobres. El lugar consistía en una cocina pequeña donde cuatro hombres con delantales sudaban uno pegado al otro, haciendo tortillas en un brasero y trozando chanchos enteros. Cerca, en la vereda, había un enorme caldero de cobre en que las piezas de cerdo hervían indistinguibles en un caldo de lardo y Coca-Cola. Todo era mugriento; las moscas se reunían en torno al cilantro fresco, a las cebollas cortadas y a las rodajas de lima oxidadas. Cada cual comía de pie, sosteniendo su bandeja plástica brillante cerca de la barbilla. Para una ciudad en que los de tez blanca no suelen mezclarse con los de piel oscura, era una muchedumbre variada: había oficinistas con trajes mal trazados, obreros de la construcción manchados de pintura y jovencitos de escuelas privadas con suéteres Lacoste. Cualquiera fuese el día, la fila daba la vuelta a la esquina. Comí su comida todas las semanas durante años y, aun así, no sé nada sobre el Güero. La gente contaba historias ficticias sobre él. Algunos decían que había nacido en una familia rica en Michoacán y había ido a la escuela de cocina en Francia pero la había abandonado, prefiriendo la vida simple de taquero a la avidez de capital cultural de un chef. Otros insistían en que había sido narco y había aprendido a manejar la cuchilla de carnicero en los rincones más sórdidos de Culiacán. Y había quienes aseguraban que era solo un muchacho del barrio con un don para guisar el cerdo y mezclar los chiles. El Güero mantenía un halo de misterio: nunca lo oí hablar. Todos le gritaban órdenes; él asentía, cortaba la cantidad necesaria de carne y se la entregaba al cliente sobre dos tortillas sin mediar palabra. También se negaba a manipular dinero, insistiendo en que les dieran sus pesos ajados a un asistente adolescente. Mis amigos y yo íbamos a ver al Güero todos los viernes luego de la escuela, antes de ir de copas. Éramos jóvenes entonces —15, 16, 17— pero bebíamos como marineros con sed de muerte. Aún no sé qué nos empujaba a hacernos tanto daño. En parte se trataba de la cultura del exceso del México pudiente, pero en nuestro caso también entraba en juego una crisis existencial más profunda. Lo que nos asignaba el porvenir parecía desplegarse ante nosotros desesperanzadora e inevitablemente. Entraríamos en el negocio familiar. Nos casaríamos con mujeres que habían aprendido a no levantar nunca la voz. Criaríamos hijos que tendrían problemas de alcoholismo ya antes de terminar la escuela secundaria. Nunca nos faltaría nada; de alguna manera nos las arreglaríamos para ser miserables. Mi abuela hubiera dicho que necesitábamos urgentemente un sacerdote; pero no teníamos fe, así que el Güero se convirtió en nuestro pastor. Y aun así esas tardes estaban llenas de aquella alegría mexicana que nace de vivir a tope en tu propia congoja. Es una tristeza exuberante y redentora retratada de la mejor manera por un grupo de adolescentes aturdidos tambaleándose en una calle desierta bajo la luz gris de la mañana, cantando pesarosas rancheras a los gritos, divirtiéndose como si fuese la última vez. De eso se tratan realmente las carnitas: la paradoja de estar de fiesta y de duelo al mismo tiempo. Son comida expiatoria: se carnea y se guisa un cerdo cuando se tiene un motivo para celebrar, y esas ocasiones suelen ser momentos agridulces de fiesta. Comes carnitas cuando tu hija cumple 15 o cuando fallece tu padre, cuando te gradúas de la universidad o te jubilas. Comes carnitas la noche anterior a partir hacia el norte. Comes carnitas una vez a la semana porque, aunque eres demasiado joven para comprender el paso del tiempo, ya sientes que la vida se te escapa.
    Dejé México cuando tenía 18 porque era infeliz y creía que mi infelicidad estaba arraigada en la historia y la geografía. Elegí venir a los Estados Unidos porque era lo suficientemente privilegiado como para conseguir una visa de estudiante y porque desde muy pequeño estaba fascinado con este país. Imaginaba que era un lugar donde las cosas podían cambiar, donde a cada persona le destinaban más de una vida, en caso de que quisiera comenzar de nuevo. Mis Estados Unidos eran lo contrario a México, país que identificaba como lugar de todas las cosas fijas, de los recuerdos imborrables y de la historia eternamente repetida. Me inscribí en 10 universidades en Nueva Inglaterra y empaqué todos mis libros. No pensaba regresar. Por supuesto, una vez que llegué a Estados Unidos, descubrí que en verdad lo mío no era más que pura fantasía. Aun así, hice mi mayor esfuerzo para no mirar atrás. Eso significó, entre otras cosas, que durante mucho tiempo no comí mucha comida mexicana. Comencé a acercarme a las comidas de mi infancia como lo haría un gringo: como una variante innovadora de la pizza y las hamburguesas. Las carnitas del Güero y su trascendencia metafísica se convirtieron en un recuerdo lejano, al igual que los rostros de mis amigos de la escuela.
    Y luego, el pasado invierno, me vi en la necesidad desesperante de sentirme en casa. Acababa de cumplir 23 y hacía poco que me había mudado a Nueva York. La mujer que amaba se había establecido en otro continente y había encontrado a otro hombre. Tenía un contrato mensual para escribir para una agencia de noticias, pero la compañía no me iba a patrocinar para conseguir una visa y la posibilidad de verme obligado a regresar me provocaba náuseas. Ya había nevado durante semanas; y las ventanas de mi apartamento cerca del Canal Gowanus no se cerraban bien, así que cada mañana me despertaba cubierto por una fina capa de nieve. Todo parecía inestable y efímero, pero no de la manera liviana y liberadora con que lo promueven en la oficina de inmigraciones en el aeropuerto John F. Kennedy. Bajé del metro una tarde luego del trabajo y me dieron unas ganas locas de un plato lleno de carnitas y media botella de mezcal. Salí a buscar una taquería. Vagué sin rumbo por calles pobladas de fábricas abandonadas, autoservicios y derruidas casas adosadas, sintiendo la nieve escabullirse en mis zapatillas y empaparme los pies. Luego, por una de las grandes avenidas que corren de norte a sur por esa parte de Brooklyn, me topé con el restaurante Country Boys. El lugar ya cerró, pero esa tarde había abierto y tenía las ventanas cubiertas por carteles a mano que ofrecían, en español, el especial de taco por un dólar. Entré y sentí que había llegado a una tienda de refrescos de la década de 1950. Había una barra larga y, frente a ella, 10 o 12 sillas giratorias tapizadas en charol rosado. Tras la barra había un espejo polvoriento. No se veía a nadie, así que me senté en una de las sillas y esperé. Un hombre de mediana edad apareció luego de cinco minutos con una sudadera negra y una gorra de béisbol de los Yankees. Me preguntó en inglés qué quería. En español le dije que quería carnitas. Fue a la cocina y regresó, más pronto de lo que esperaba, trayendo mis tacos en un plato verde brillante exactamente igual que los del Güero. Mordí la tortilla y quedé un poco decepcionado. Los tacos eran buenos, solo que no eran los originales. Ese fue mi primer indicio de que quizás "los originales" no existieran, salvo en mi recuerdo. El taquero de Brooklyn y yo conversamos un poco sobre fútbol. Y luego, cuando estaba terminando mi último taco, me hizo una pregunta de improviso: "Pues, ¿tienes papeles?" Lo examiné un instante. Finalmente respondí que sí. "Muy bien", dijo. Luego traté de explicarle que tenía un permiso laboral de solo un año y que estaba por vencer. Me interrumpió: "Aun así, muy bien". Intenté pagarle los cinco dólares que le debía pero se negó a aceptar mi dinero. Salí del restaurante y volví a casa. Todavía me sentía perdido y solo, pero el mundo parecía una sombra más tolerable. Pronto mejoró todo. Encontré un trabajo que me patrocinó para una visa. Conocí a otra persona. Terminó el invierno.
    Fue más o menos entonces que comencé a hacer mis carnitas, con una receta que reconstruí usando docenas de videos de YouTube relatados en español por hombres que parecieran rehuir todo diálogo. Una vez por mes, invito a mis amigos estadounidenses a mi apartamento y les doy la comida de mi adolescencia. Los tacos que hago son solo la sombra de los del Güero; las tortillas compradas en el noreste de Estados Unidos son siempre un tanto gomosas, los chiles nunca son tan variados y una olla de hierro en una cocina de Brooklyn no puede compararse con un caldero de cobre sobre las llamas rugientes. Aun así, tienen éxito. Infunden la misma clase de alegría melancólica que sentía en la preparatoria. Por eso, si alguna vez tienes algo por lo cual estar de fiesta o de duelo, esta es la receta. Debería servir para alimentar a 20 personas.

    CARNITAS EN EL EXILIO

    Mira las fotos instructivas para hacer esta receta paso a paso.

    INGREDIENTES

    Para el cerdo: 8 libras de paleta de cerdo deshuesada 2 libras de tocino 1 vara de canela 1 unidad de anís estrellado 1 cucharada de comino molido 2 cucharadas de semillas de mostaza 2 tazas de lardo* 1 cebolla blanca, picada de forma rústica en trozos de media pulgada 10 dientes de ajo 1 botella de Coca-Cola mexicana (o cualquier bebida cola hecha con azúcar de verdad) 2 ramitos de hojas secas de epazote (o un gajo grande si vienen sueltas) (el epazote es una hierba mexicana, como un estragón anisado)* 2 hojas secas de laurel 2 cucharadas de orégano mexicano seco* 1 naranja Para la salsa roja ahumada: 5 chiles guajillos secos 5 chiles chipotles secos 5 tomates medianos maduros ½ cebolla blanca pelada 10 dientes de ajo 2 cucharadas de vinagre de sidra de manzana Para la salsa verde agria: 8 tomatillos 4 chiles serranos frescos 4 jalapeños ½ cebolla blanca pelada 6 dientes de ajo 4 limas ¼ de ramito de cilantro, picado de forma rústica (hojas y tallos) 2 cucharadas de vinagre de sidra de manzana 1 aguacate maduro Para la cebolla picante encurtida: 1 cebolla morada 2 chiles habaneros 2 tazas de vinagre de sidra de manzana O BIEN vinagre destilado 1 cucharadita de orégano mexicano seco sal de tipo kosher Para los frijoles: 1 libra de frijoles pintos secos 3 tazas de caldo de pollo 1 cebolla blanca cortada 2 hojas secas de laurel 1 cucharada de lardo 1 libra de chorizo crudo 5 tomates 6 dientes de ajo 4 jalapeños 1 cebolla morada Para el arroz: 2 tazas de arroz blanco crudo 12 chiles poblanos frescos ½ cebolla blanca pelada y cortada en trozos grandes 4 dientes de ajo pelados 4 tazas de caldo de pollo 1 cucharada de lardo 1 hoja de laurel 1 ramito de hojas secas de epazote Para las guarniciones: ½ libra de chicharrón (es piel de cerdo frita, gringo) 1 cebolla blanca 2 aguacates maduros 5–6 limas 3 libras de tortillas pequeñas de maíz Utensilios especiales: 1 olla sopera o de hierro muy grande (por lo menos de 3 galones) para el cerdo 2 salseras u ollas de hierro medianas (por lo menos de 4 litros) para el arroz y los frijoles Para los ingredientes marcados con un asterisco (*) como los chiles y las hierbas, puede que tengas que ir a una tienda de comestibles mexicanos. Para conseguir el lardo, llama a un carnicero. Utensilios especiales: olla sopera o de hierro muy grande (por lo menos de 3 galones) para el cerdo 2 cacerolas u ollas de hierro medianas (por lo menos de 4 litros) para el arroz y los frijoles Licuadora

    PREPARACIÓN

    Por lo menos 12 horas antes de comenzar a cocinar, remoja los frijoles: pon una libra de frijoles pintos en un tazón grande o Tupperware y cúbrelos con al menos dos pulgadas de agua. Déjalos reposar a temperatura ambiente en remojo toda la noche, de 12 a 24 horas. Cerdo
    1. Antes de empezar a cocinar, tienes que cortar la carne. Comienza cortando la paleta de cerdo en cubos rústicos de unas 2 pulgadas. El tamaño no importa tanto, mientras todas las piezas sean bastante consistentes. Déjales toda la grasa. Sí, toda. Corta el tocino en cubos del mismo tamaño pero sepáralo de la paleta cortada.
    2. Calienta la olla de hierro o sopera grande (de por lo menos 3 galones) a fuego medio, agrégale el comino picado, los granos de mostaza, el anís estrellado y la canela.
    3. Apenas el comino suelte su aroma, añade el lardo. Dos tazas pueden parecer demasiadas pero intenta tolerarlo tanto como puedas.
    4. Cuando el lardo se haya derretido completamente y esté bien caliente, añádele la cebolla blanca picada. Fríe la cebolla en el lardo hasta que quede tierna y transparente pero no dorada, por unos 3 minutos.
    5. Agrega la paleta de cerdo en cubos de una vez y sazona generosamente con alrededor de una cucharada grande de sal y un poco de pimienta recién molida. Necesitas que se dore un poco pero no hace falta que lo hagas por porciones ni que seas muy elegante. Cocínalo, revolviendo cada tanto, hasta que todos los cubos de cerdo estén bastante cocidos por fuera, unos 5 minutos.
    6. Añade la panceta y los dientes de ajo enteros y mezcla todo junto.
    7. Lentamente agrega la botella de bebida cola mexicana y luego agua suficiente para cubrirlo todo. Pon las hojas de epazote, las de laurel y el orégano seco. Mezcla bien.
    8. Corta la naranja en rebanadas gruesas y ubícalas sobre la carne.
    9. Tapa la olla y deja que el guiso hierva a fuego fuerte. Apenas el líquido entre en ebullición, ponle fuego bajo y tapa la mitad de la olla.
    10. Deja que se guise unas dos horas, revolviendo quizás una vez para asegurarte de que nada se pegue al fondo. Cuanto menos toques el guiso, mejor. Luego de dos horas, deshazte de las rebanadas de naranja, de lo contrario le darán sabor amargo.
    11. Sigue cociéndolo a fuego lento, el tiempo necesario para que el caldo se evapore casi por completo, la carne quede más que tierna y el tocino se convierta en una deliciosa viscosidad porcina, de 6 a 8 horas más. Aún quedará algo de líquido en la olla, pero mayormente será grasa. Lo cual es riquísimo.
    12. Mientras tanto, comienza a beber y prepara las salsas, aderezos y guarniciones.
    13. Cuando estés listo para servirlo, usa una espumadera o un colador para retirar tus carnitas de la olla quitándoles el exceso de grasa. Pesca las hojas y las especias enteras y deshazte de ellas.
    14. Precalienta bien la parrilla y prepara una tortera con borde con papel pergamino o aluminio.
    15. Usa pinzas para cortar el cerdo hasta que obtengas pedacitos de carne: carnitas. ¿Qué creías que significaba la palabra, gringo?
    16. Toma más o menos la mitad de las carnitas, extiéndelas sobre el papel aluminio y déjalas asarse hasta que queden crocantes, de 8 a 10 minutos.
    17. Sirve tortillas calientes y todas las guarniciones que siguen. NO LES AÑADAS QUESO, CREMA AGRIA, TOMATES PICADOS NI (DIOS NO LO PERMITA) LECHUGA. ¿Por qué? Porque si fueras tan loco como para comer lechuga en lo del Güero, te pasarías un fin de semana en el baño. Y hablamos en serio, ¿entendido?
    Salsa roja ahumada
    1. Precalienta el horno a 500°F.
    2. Corta el cabo de los chiles secos, córtalos en mitades a lo largo y usa un cuchillo o un dedo para quitarles las semillas. Deshazte de las semillas.
    3. En una sartén de hierro sin aceite ni lardo, tuesta los chiles secos hasta que se oscurezcan levemente en ambos lados, unos 3 minutos.
    4. Llena una cacerola pequeña con agua hasta unos ⅔ y llévala a ebullición. Cuando rompa el hervor, apaga el fuego y sumerge los chiles tostados en el agua. Déjalos reposar unos 15 minutos hasta que queden tiernos y más o menos rehidratados. Sécalos y tira toda el agua excepto media taza.
    5. Mientras los chiles se remojan, pon tomates, cebolla blanca y dientes de ajo en la sartén de hierro. Ásalos al fuego hasta que las verduras comiencen a oscurecerse, de 15 a 20 minutos. Ten cuidado de no quemar el ajo.
    6. Mientras aún estén calientes, pasa los tomates, la cebolla y el ajo a una licuadora. Añade los chiles y unas 2 cucharadas grandes del líquido de los chiles y luego el vinagre de sidra de manzana. Condimenta con una cucharada de sal y un poco de pimienta recién molida.
    7. Emulsiona hasta que no queden pedazos grandes, agregando un poquito más del líquido de los chiles si queda demasiado espeso. Vierte la salsa terminada en un tazón o Tupperware y llévalo al refrigerador hasta que vayas a servirlo.
    Salsa verde agria
    1. Quita la cáscara de los tomatillos y córtales el tallo a los chiles serranos y los jalapeños.
    2. Llena una olla mediana (de por lo menos ¼ de galón) hasta alrededor de ⅔ de su capacidad con agua y llévala a ebullición. Cuando hierva el agua, añade los chiles serranos, jalapeños, tomatillos, cebolla blanca y ajo. Déjala hervir lentamente hasta que los tomatillos y chiles tomen un color verde brillante y se pongan tiernos, de 10 a 15 minutos.
    3. Con una espumadera, quita los vegetales del agua y ponlos en una licuadora.
    4. Corta las limas en mitades y exprímeles el jugo directamente en la licuadora.
    5. Añade vinagre de sidra de manzana y cilantro picado, luego condimenta con una cucharada de sal. Emulsiona todo hasta que quede parejo y la salsa no tenga grumos grandes. Rectifica la sal agregando más si lo necesita.
    6. Vierte la salsa en un tazón o Tupperware. Pela el aguacate y córtalo en cubos rústicos de ¼ de pulgada, luego añádeselos a la salsa. Refrigérala hasta el momento de servir.
    Cebollas picantes encurtidas
    1. Corta la cebolla en trozos rústicos de ¼ de pulgada. Quítales los tallos a los habaneros y luego rebánalos dejándoles las semillas.
    2. Vierte todo en un tazón o recipiente plástico y cúbrelo con vinagre blanco destilado o de manzana. Añade el orégano seco y una pizca de sal, luego mezcla para amalgamarlos.
    3. Reserva la mezcla a temperatura ambiente durante por lo menos una hora antes de servir, para que las cebollas queden ligeramente encurtidas.
    Frijoles
    1. Seca los frijoles quitándoles el agua en que pasaron la noche en remojo y ponlos en una olla sopera mediana (de por lo menos 3 cuartos de galón).
    2. Añade el caldo de pollo y 3 tazas de agua fría. Incorpora hojas de laurel y la mitad de la cebolla blanca (pelada pero no trozada), tápalo y déjalo hervir. Baja el fuego y cuécelo con la tapa entreabierta mientras los frijoles se ablandan, unas 2 horas.
    3. Mientras tanto, quita el chorizo que está contenido en su piel y deshazlo en bocados. Corta la mitad restante de la cebolla blanca, los tomates y los jalapeños en cubos rústicos de ¼ de pulgada. Pica los dientes de ajo.
    4. Calienta el lardo en una sartén grande a fuego medio-alto, añádele el chorizo y fríelo hasta que esté casi cocido y comience a dorarse, unos 2 minutos. Agrega la cebolla cortada y que se fría hasta quedar traslúcida y tierna, unos 3 minutos. Incorpora el tomate cortado, jalapeño y ajo, y mezcla todo reduciendo luego el fuego a intensidad media-baja. Cuécelo hasta que los tomates se rompan y las cebollas estén muy tiernas, unos 30 minutos. (Esto se llama sofrito, gringo.)
    5. Cuando los frijoles estén casi listos, rectifica la sal agregándoles más si lo necesitan. Quita la mitad de la cebolla y las hojas de laurel, luego sube el fuego solo para que se evapore el exceso de líquido, no más de 3 minutos.
    6. Cuando estés listo para servir, calienta el sofrito hasta que empiece a chisporrotear y luego viértelo sobre los frijoles. Mezcla bien y sírvelos.
    Arroz verde
    1. En un tazón o recipiente grande, cubre el arroz con más o menos una pulgada de agua fría. Remoja el arroz unos 30 minutos, luego escúrrelo con un colador o espumadera y enjuágalo hasta que el agua salga clara. Mueve el colador para quitar el exceso de agua.
    2. Mientras tanto, calienta una sartén grande a fuego fuerte y añade los chiles poblanos. Déjalos en la sartén hasta que se hayan comenzado a oscurecer por debajo, unos 3 minutos. Oirás que chisporrotean. Voltea los chiles y repite esto hasta que se oscurezcan de los dos lados, unos 12 minutos en total. Pon los chiles calientes y dorados en una bolsa con cierre hermético, séllala y déjalos "sudar" durante unos 15 minutos, hasta que estén deshinchados y lo suficientemente tibios como para manipularlos.
    3. Cuando los chiles se enfríen, córtales el tallo a más o menos media pulgada del cabo de cada uno y deshazte de esos cabos. Rebana los chiles a lo largo para que puedas acostarlos sobre la tabla de picar y luego quítales las semillas. Intenta quitarles la piel viscosa tanto como puedas. No importa si no puedes quitarla toda.
    4. Pon los chiles en la licuadora con la cebolla blanca, ajo, caldo de pollo y una cucharada de sal tipo kosher. Mezcla hasta que obtengas un líquido fino sin grandes grumos. Ese es el líquido de cocción del arroz. Reserva el líquido mientras fríes tu arroz.
    5. Calienta el lardo en una olla sopera mediana (de por lo menos 3 cuartos de galón) a fuego medio. Vierte dentro el arroz y tuéstalo, revolviendo constantemente para que no se queme. Debes dejarlo del color del heno, como el cabello rubio de los gringos del centro-oeste.
    6. Una vez dorado el arroz, añade el líquido licuado. Revuelve, agrégale hojas de laurel y de epazote. Tápalo y cuécelo a fuego fuerte hasta que la mezcla hierva. Reduce el fuego a intensidad media-baja y déjalo cocer, tapado, 20 minutos.
    7. Luego de 20 minutos, apaga el fuego y deja que se hierva reposando otros 15 minutos. No quites la tapa. Si te gusta que tenga una costra algo crocante en el fondo (a mí sí), deja la olla en la hornalla aunque esté apagada. Si no, quítalo de la cocina y deja que se enfríe.
    8. Para servir, retira las hojas de epazote y laurel, y deposita el arroz con un tenedor o una cuchara.
    Guarniciones
    1. Para calentar las tortillas: Calienta una plancha grande o un par de sartenes a fuego fuerte. Agrega una capa sola de tortillas y cuécelas hasta que comiencen a formar ampollas debajo, de uno a dos minutos. Voltea las tortillas y repite del otro lado. Cuando se hayan hecho las tortillas, pásalas a una canasta o a un recipiente grande provisto de una servilleta de tela para que se mantengan calientes. Repite esto hasta que todas las tortillas queden listas.
    2. Para preparar el chicharrón molido: Pon el chicharrón en una bolsa hermética grande y frótala con una botella o con un rodillo de amasar hasta que el chicharrón quede molido grueso. Usarás este glorioso polvo de estrellas para esparcirlo sobre tus carnitas. Tiene todas las propiedades curativas del cuerno de un unicornio.
    3. Pica de forma rústica el resto de las hojas y los tallos de cilantro y ponlo en un tazón para que todos lo espolvoreen sobre sus tacos.
    4. Corta el aguacate en rebanadas increíblemente delgadas.
    5. Corta las limas en cuartos.
    Una nota sobre cómo hacer los tacos: Las tortillas bien hechas tienen dos lados: uno más resistente y otro que se descascara con facilidad si uno lo frota con la punta de los dedos. Este último es la cara interna de la tortilla: absorberá los jugos de cerdo mucho mejor, garantizando que tu taco tenga una estructura más firme. Por último, no querrás llenar demasiado tus tacos. Es como vender títulos de crédito hipotecarios: al comienzo suena genial pero tu codicia trae resultados catastróficos. Imprime esta receta. Imprime una lista de compras para esta receta.