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    No somos la generación más preparada de la historia, somos la más plasta

    Nacimos entre el ochenta y tantos y el noventa y poquísimo. Estamos formados, tenemos títulos universitarios y de idiomas, hashtags para todo, callo y calle. La crisis nos afectó de lleno y nos jodió más que a nadie, pero también nos obligó a ser más fuertes. Emigramos, aprendimos y nos adaptamos como pudimos a una realidad compleja. Y, por ello, nos creemos la generación más preparada de la historia. Pero no es cierto. No lo somos. Únicamente somos la generación más condescendiente de la historia.

    Año arriba, año abajo, a Internet le quitaron los pañales cuando a nosotros nos quitaban los ruedines de la bicicleta, así que pudimos explorar y expandir nuestros gustos. Genial. Series, películas, música… Todo estaba –está– a un clic. No fuimos los primeros nativos digitales, pero sí los primeros que tuvimos que explicarle a nuestros padres cómo conectar la impresora.

    El problema es que en algún momento nos creímos algo más. Cada generación rechaza a la anterior y se ríe de la posterior, pero nosotros lo hemos llevado a otro nivel. Lo que nos gusta es magnífico, mientras que lo que oyen, ven y leen los chavales es mierda.

    Aunque aún no tenemos claro si somos nosotros los millennials o si son ellos, ya sabemos quiénes se equivocan. De repente, somos nuestros padres diciéndonos qué música es esa y que esos no son pelos para salir a la calle. PXXR GVNG es basura, pero el nu metal o el punk californiano que mamamos son lo mejor y lo damos todo cada vez que suenan en un garito. Hacemos exactamente lo que han hecho todas las generaciones anteriores, mostramos el mismo paternalismo, y estamos convencidísimos de que nosotros sí tenemos razón. "No, si entiendo lo que quieres decir, pero ¿has visto las pintas que llevan ahora?". Nos engañamos hasta creer que todos nuestros referentes son profundos al mismo tiempo que banalizamos todo lo que conquista a quienes son más jóvenes.

    Si no entendemos Snapchat es porque es una tontería, pero un Twitter estancado y en el que no dejamos que entre gente nueva es la voz de nuestra generación. Ni un tuitero sin su libro, ni un snapchatero o youtuber sin nuestra condescendencia.

    Nos pensamos que haber escuchado un módem conectarse o por haber tenido que rebobinar el VHS de 'La Sirenita' nos da una superioridad moral sobre quienes, como mucho, tuvieron que saltar los anuncios de un DVD y así se lo hacemos saber en nuestras redes sociales (las cuales, por cierto, les resbalan). No sabemos distinguir nostalgia de calidad y así nos va: nos hemos llegado a creer que 'Los Goonies' no es una mierda de película. ¿Cómo van a aprender valores los chavales si ya no les ponen la película en Antena 3?

    Este pedestal sobre el que nos subimos nos lo llevamos a todos los ámbitos. A los chavales de hoy en día no les importa la política, sólo los tronistas, decimos quienes pasamos una década sin votar porque eran todos iguales. Políticamente, hemos despertado a la vez y nos atrevemos a creer que nuestra opinión pesa más. Somos la generación que se cree con el derecho a quejarse, por mucho que sea en broma, de que su voto tenga el mismo peso que el de una persona que ve Gran Hermano.

    No hay que olvidar tampoco el tufillo clasista que desprende esta condescendencia en un terreno político. Por un lado, creemos que merecemos más un trabajo que aquellos que no tienen un título; por otro, despreciamos ocupaciones por no considerarlas dignas. Sí, no tiene sentido que el Estado gaste dinero en formar a sus ciudadanos si después no va a darles oportunidades y, desde luego, debería resolver el problema del paro juvenil, pero la generación más condescendiente de la historia se lamenta de que con sus dos carreras se dedica a servir hamburguesas. "No digo que esté mal, digo que está mal para mí". Pues para decir eso, cállate.

    Tal vez sea una tontería, algo lógico y que seguirá pasando como ha ido ocurriendo hasta ahora. O tal vez no. Tal vez seamos los primeros que realmente nos creemos moralmente superiores. Tal vez seamos los primeros que tuvimos las herramientas para comprender lo que son los privilegios, para empaparnos de todo tipo de cultura y para comenzar una apertura social y, en lugar de ello, utilizamos estas mismas herramientas para reírnos de quien come cupcakes y no lo hace de forma irónica.

    Tal vez no seamos todos. Tal vez sí. Tal vez nos merecemos que las próximas generaciones nos manden, con condescendencia, a la mierda.