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Mis amigas y yo podríamos dominar el mundo... pero es que estamos cuidando de nuestros novios

Nos gustaría dejar de hablar de este tema, pero los hombres tienen que poner de su parte.

Tengo la suerte de tener un buen puñado de amigas brillantes. En serio, brillantísimas. Tías ingeniosas, decididas, graciosas, inteligentes, luminosas. Tías que no se dejan achantar. Algunas con su carrera, otras no. Pero todas con sus ambiciones, sus sueños y sus metas en la vida. Quedar con cualquiera de ellas es saber que voy a volver a casa mejor de lo que salí: enriquecida por la conversación, desahogada, feliz.

El otro día quedé con uno de estos seres de luz para tomar unos vinos. Teníamos infinitas ganas de vernos y muchos temas de conversación pendientes. Hablamos de trabajo, de proyectos, de artículos que habíamos leído, de cosas que habíamos escrito. Nos aconsejamos libros y otras lecturas más ligeras. Hablamos de nuestras casas. De gatos. De hijos. De aquel documental de Joan Didion y de la charla de Virginie Despentes. De organizar planes de cara a la primavera. Hablamos de todo. Pensé, una vez más, en la suerte que tengo de estar rodeada de personas tan enriquecedoras. Entre todo esto, hubo un momento en el que hablamos de nuestras parejas. Y a partir de ahí, nuestras parejas coparon al 100% nuestra conversación.

Como esta, tengo un puñado de anécdotas. Porque me ha pasado un millón de veces.

Tengo una amiga que muchas veces se queja de la carga de trabajo doméstico que tiene que afrontar. Se ha dado cuenta de un tiempo a esta parte que, para ella, su pareja está constantemente en su cabeza y planifica por los dos. Y le pasa una cosa muy tonta, que es que cuando él va al supermercado no le compra las cosas que ella pueda necesitar (un paquete de tampones, un champú especial, unas cuchillas), pero que cuando va ella nunca se olvida de mirar si a él se le está acabando el desodorante, la pasta de dientes o la espuma de afeitar. Y por más que se lo ha comentado él sigue sin entenderlo. Su queja viene de que ya no sabe de qué otra forma hacerle entender que mientras ella les ve como un equipo, él siempre juega en solitario.

A otra amiga le sucede que ha intentado por activa y por pasiva que él se encargue de la mitad de las cenas de la semana, pero que siente que él le impone una doble carga cuando le toca su turno. Resulta que cuando ella va a la compra decide qué van a cenar los próximos cuatro días y esos cuatro días ella tiene una estupenda cena lista a las nueve de la noche. Luego deja una lista para las tres noches restantes. Y cuando le toca comprar a él, termina llamándola por teléfono porque ella ha puesto “pollo asado” y él necesita saber cuáles son todos los ingredientes que necesita comprar para asar un pollo. Por algún motivo, no puede buscarlo en Google. Ella es su Google.

Otra de ellas ha entrado en una fase de resistencia. Va a esperar a que se les coma la mierda para ver si a su pareja, a la que ya le ha pedido varias veces que se encargue de parte de las tareas del hogar, es capaz de vivir en ese estado de insalubridad o si finalmente les termina llamando el Ministerio de Sanidad para que desalojen la vivienda. Me cuenta esto tan muerta del asco como de la risa.

No solo el hogar es un campo de batalla. Tengo otra amiga que está completamente exhausta por el inmenso esfuerzo emocional que le supone su relación. A ella lo que le pasa es que cuando su pareja tiene cualquier problema o disgusto, en lugar de explicarle qué le pasa, enrarece el ambiente castigándola con su de látigo de la indiferencia. Cuando ella ha pasado tres días sintiéndose completamente imbécil (intentando llenar sus silencios con cariño, humor y alegría sin conseguir que a él se le quite la cara larga) le saca finalmente la conversación. Es entonces cuando él le dice todo lo que le molesta o le ha podido molestar y ella se pone en modo terapeuta para solucionar los problemas. Lo que a ella le molesta es que tiene que ocuparse de su limpieza de armarios mentales y, una vez ha terminado, tiene que empezar con los de él.

A mí lo que me molesta es que los problemas que tienen mis amigas son intercambiables con los míos. Que yo también los he pasado, los estoy pasando o tengo claro que los pasaré. Me molesta que nada de lo que me cuentan me suena a cuento. Pero lo que de verdad me molesta es que ahí estoy, con mi puñado de amigas brillantes menores de 30 años, reduciéndonos al papel de cuidadoras de personas que no cuidan tan bien de nosotras como deberían.

Me molesta que con estas amigas podría dominar el mundo. Podríamos enriquecernos hasta llenar todos nuestros vacíos culturales, emocionales y vitales en un par de tardes. Podríamos pasar horas hablando de cine, de política, de literatura, de arquitectura, de historia o de memes de Internet. Podríamos, ya que es 2018, no copar nuestra conversación con estos dramas domésticos que parecen sacados de un sketch de 'Matrimoniadas'.

Y me molesta el profundo corte de género que tiene esta situación. Porque seguro que ellos, de cañas con sus amigos, son ajenos a todas esas desventuras cotidianas, mientras que nosotras vivimos desahogándonos y dándonos consejos sobre cómo afrontar por tercera vez esa conversación sin herir su ego por el camino.

Me molesta la cantidad de tiempo y recursos emocionales que tenemos que invertir en estas menudencias. Me molesta saber que estoy perdiendo un tiempo valiosísimo analizando estos problemas. Y me río en la cara de los que dicen que la igualdad ya está conseguida y que ellos “ayudan” mucho en casa. Ojalá fuera cierto. Porque yo tengo un buen puñado de amigas brillantes a mi alrededor que están hasta el moño y que me recuerdan, día sí y día también, el largo camino que todavía nos queda por recorrer.