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    Hablemos de dinero: ¿cuánto me vas a pagar?

    El dinero está tan vigente en nuestras vidas como el amor o el sexo, y del mismo modo que podemos pasar horas charlando sobre la presencia o ausencia de los dos últimos, no debería suponer ningún problema sacar a relucir el primero.

    Cuando vivía en Londres y tenía tan poco dinero que solo podía dar vueltas en bicicleta y beber café de termo, desarrollé la afición exploradora de lanzarme a conocer un día a la semana un barrio nuevo porque me salía gratis. En ese destartale que es esa ciudad, donde al lado de una casita victoriana hay un edificio brutalista y a su lado un supermercado 24 horas y a su lado un edificio de viviendas de protección oficial, cada incursión representaba una nueva aventura por el módico precio de cero libras.

    Mi predilección, según descubrí con el tiempo siguiendo el destino de los pedales, eran los barrios ricos. Sencillamente me fascinaban. Con aquellas casitas de entradas ajardinadas tan cuidadas y perfectas y esas puertas en azul, en rojo o en negro de aspecto señorial y refinado. Casitas donde era fácil adivinar la vida de sus huéspedes, donde seguro que tenían flores frescas en el salón, la cocina olía a bizcocho y tenían uno de esos armarios en el hall de entrada para colgar los abrigos y dejar los zapatos.

    Esos eran barrios para fantasear. Barrios al oeste de la ciudad donde parecía que llovía menos que al norte y el cielo era menos gris que al este. Barrios para decir "ay, algún día...", sabiendo que ningún día.

    Una de las razones por las que me resultaba tan sencillo fantasear con esa vida privilegiada, además de por mi extraordinaria facilidad para imaginar que soy rica y estoy rodeada de cosas bonitas, era porque en Inglaterra no existe esa cultura de la cortina y el visillo, por no hablar de la de nuestra persiana patria y, simplemente apoyándote en las puntas de los pies, puedes observar un amplio salón con suelos de madera, chimenea sobre la que descansan sonrientes retratos familiares y hasta un piano para amenizar la tarde a otras personas pudientes que vayan de visita.

    Otra cosa que me fascinaba cuando vivía en Londres era la naturalidad con la que los ingleses hablaban de dinero. Sentía cómo el rubor subía a mis mejillas cada vez que alguien mencionaba con soltura cuánto dinero ganaba y te preguntaba sin miramientos cuánto ganabas tú. Yo, que venía de un país donde está mal visto alardear de lo que tenemos en la cuenta, me sonrojaba al comprobar con qué campechanía hablaban los ingleses de las suyas. Sin pedir ni perdón ni permiso, sin sentir que aquello fuese de mala educación y sin pensar, en ningún momento, que alguna persona de la mesa tuviese tan interiorizada su herencia católica que sintiese apuro al tratar estos menesteres.

    Más tarde averigüé que la ausencia de cortinas y las conversaciones sobre dinero eran, en el fondo, lo mismo. Y que cuando Inglaterra decidió decirle chaíto a la Iglesia Católica también decidió arrancar las cortinas de sus salones. Su ética protestante, impulsada por Lutero y Calvino, y contraria a la ostentación y al lujo de los que hacía gala la Iglesia Católica, promovía un estilo de vida más austero y sobrio, alejado del adorno, la pompa y la opulencia vaticana.

    La eliminación de las cortinas cumple esta misión: es un símbolo de transparencia, de demostrar que en el interior de las casas no sucede nada pecaminoso, de que no hay nada que ocultar y de que lo sucede dentro puede estar, sin pudor ni vergüenza, a la vista de los vecinos. Hablar sobre dinero es, al final, lo mismo: para los ingleses no es, tal y como lo vemos los españoles, un acto de ostentación, sino de honestidad.

    El dinero está tan vigente en nuestras vidas como el amor o el sexo, y del mismo modo que podemos pasar horas charlando sobre la presencia o ausencia de los dos últimos, no debería suponer ningún problema sacar a relucir el primero.


    Hace no demasiado, hablaba con un par de amigos sobre dinero. Al primero de ellos le acababan de hacer la revisión anual en su empresa, que implica que, si el trabajador ha alcanzado determinados objetivos, le suben el salario. Me contaba que cuando sus compañeros salen de esa reunión, casi parece que les acabasen de confesar un secreto de Estado, que nadie suele hablar de su subida o no subida de sueldo, que guardan con celo el dinero que gana cada uno y que no tiene ni la más remota idea de cuánto dinero cobran sus compañeros.

    El segundo de ellos está, resumiendo mucho, inmerso en movidas sindicales. Y una de las ideas propuestas fue fomentar la transparencia en cuanto a salarios: si todos los trabajadores rellenaban un documento indicando su puesto y cuánto ganaban, sería mucho más sencillo pelear por un incremento y por una mejora de condiciones. Me contaba asombrado que solo tres personas rellenaron el Excel.

    ¿Qué tenemos que ocultar los jóvenes españoles? ¿Por qué seguimos empecinados en escondernos detrás de los visillos? ¿Qué es eso que no queremos que nuestros vecinos vean cuando corremos las cortinas? ¿Es que no tenemos ya asumido que nuestras vidas no son en absoluto como esas otras vidas nuestras que mostramos en Instagram?

    Hablamos como quien comenta las noticias de precariedad laboral, de contratos basura, de sueldos de 800 euros por partirse el lomo, de empresas que tardan meses en pagar una factura, de falsos autónomos que en realidad están atados a la pata del escritorio de la oficina de nueve a seis, a siete, a ocho de la tarde, pero no hablamos de dinero. No hablamos de nuestro dinero.

    Porque en España tenemos interiorizada la idea de que hablar sobre dinero es un asunto vulgar y de mal gusto. Hablamos de lo que gastamos, sí, pero solo cuando gastamos poco y bien, solo cuando podemos responder con "¡me costó solo 7 euros en las rebajas de H&M!", hablamos de gangas, de baratillo y de rebajas, hablamos de chollos de Ryanair, de menús del día "de puta madre por siete euros" y de sitios donde te ponen tapas tan abundantes que "te vas a casa cenado".

    Sobre lo que cobramos es ya otro cantar: no solo nos da vergüenza decir cuánto cobramos, aunque sea a un amigo íntimo, sino que incluso nos da vergüenza preguntar cuánto vamos a cobrar. Se nos acusa constantemente a los millennials de creernos el ombligo del mundo y de pensar que tenemos derecho a mucho más de lo que merecemos, cuando la realidad es que luego nos da palo preguntar si todo ese trabajo que vamos a hacer va a tener algún tipo de remuneración a cambio o si es de esas estafas que se pagan en visibilidad o para hacer currículum.

    Cuando trabajaba de freelance, llegué a mandar artículos a medios sin saber cuánto me iban a pagar por ello, porque me daba nosequé preguntar de antemano. Tengo amigos que han ido a entrevistas de trabajo y cuando les han preguntado si tenían alguna duda sobre el puesto se han encogido de hombros y, sonriendo, han respondido "pues por ahora no, gracias", aunque lo único que les interesaba era saber cuánto iban a cobrar, si es que iban a cobrar algo.

    "¿Cuánto me vais a pagar?" debería ser una pregunta totalmente lícita y natural en cualquier entrevista laboral y no un motivo de vergüenza ni una razón por desestimar a un candidato por ser "demasiado preguntón". Cuánto me vas a remunerar por este servicio que os voy a ofrecer de nueve a seis. Cuánto pensáis que vale mi tiempo, dedicación y esfuerzo en esta empresa. Porque el conseguir un trabajo no debería verse como un favor por parte de la empresa, una caricia en el hombro o una especie de regalo, sino como lo que es: un contrato entre dos personas a cambio de unos servicios.


    Echar la cortina, el visillo o la persiana al hablar de dinero nos hace un flaco favor, puesto que ayuda al empresario dividiendo a los trabajadores. Nos deja en una especie de limbo en el que no tenemos información suficiente para pelear, para exigir nuestros derechos, para saber que no estamos solos en esto de ser pobres como ratas con suscripción a Netflix.

    A mí me hubiese gustado saber, por ahorrarme tiempo y esfuerzo, cuáles son las empresas que me iban a ofrecer ser falsa autónoma a cambio de una miseria mensual o cuáles son esos medios que, tras una larga cadena de emails, me iban a ofrecer escribir a cambio de nada. Me hubiese gustado preguntar directamente cuánto me iban a pagar.

    Porque, en el fondo, la mayoría de los millennials españoles escondemos lo mismo tras la cortina: sueldos indecentes y contratos basura, pisos diminutos a precios astronómicos, aspiraciones que posiblemente no se cumplan y jubilaciones a los 200 años. ¿Por qué nos da vergüenza decirlo? No somos nosotros los que deberíamos tener la cara colorada. Dime cuánto ganas tú.