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    No hay hueco para los millennials en las ciudades españolas

    Soy una entre un montón. Desde hace unos meses, muchos amigos me han contado que les da miedo llamar a su casero cuando se les rompe un electrodoméstico por temor a que les echen.

    Lunes. Nueve de la noche. Septiembre.

    Estoy tumbada en el sofá, tapada hasta el cuello y rodeada de desechos de pañuelitos de papel. Llevo en esta posición desde el viernes por la noche a causa de uno de esos catarros que coges a finales de verano porque no quieres aceptar que está llegando el final. Suena mi teléfono móvil. Es mi casera. Como muchos de mis amigos que alquilaron sus viviendas hace alrededor de tres años, me temo lo peor. Y lo peor sucede.

    Tengo que marcharme del piso. No pasa nada, tengo tiempo. La casera se ha portado bien teniendo en cuenta las circunstancias. Tengo hasta abril.

    Me mudé a este piso cuando regresé de Londres porque me enamoré de la cocina, que parece de pueblito. También me enamoré del precio: 650 euros por sesenta metros cuadrados en Malasaña, el sueño de cualquier millennial. Es un interior, pero al ser el último piso de un incomodísimo tramo de escaleras (estupendo para hacer glúteos, por otro lado), tiene muchísima luz. Y un salón que me ha permitido tener un sofá y un rincón de lectura pero también una mesa desde la que escribir y trabajar. Mi habitación propia, querida Virginia. Tuve que ponerlo bonito. Lo pinté de blanco. Y al ser el primer lugar que he tenido solo para mí, lo pude disponer (por fin) a mi gusto. No es un simple piso de alquiler, para mí ha sido mi hogar.

    Soy una entre un montón. Desde hace unos meses, muchos amigos me han contado historias similares. Algunas incluso peores. Historias de caseros que echan, caseros que pretenden subir el alquiler en un 60%, un 80% o incluso un 100%. E inquilinos que viven con miedo a que les echen. Inquilinos que no se atreven a llamar a sus caseros para decirles que se les ha estropeado la lavadora, la nevera o la caldera por no hacer ruido, por no molestar. Como si el querer ducharse con agua calentita fuera un lujo y no una necesidad básica o el mínimo que esperas si estás pagando 800 euros al mes.

    En junio de 2017, los alquileres en las ciudades de Madrid, Barcelona y San Sebastián superaban los precios previos a la crisis económica. El resto de España está igual, aunque quizás no es tan escandaloso. Esto resulta especialmente doloroso para una generación que no ha conseguido llegar a un nivel de calidad de vida similar al que existía antes de la crisis económica. Esos inquilinos de lavadora y caldera rota son pájaros recién salidos del nido. Gente que trabaja por llevarse 1000 o 1200 euros limpios al mes. Freelance o falsos freelance. O con contratos que ni bien ni mal, Orfidal. Gente que se tuvo que joder y emigrar en la crisis del 2008 y, algunos (que no todos) tuvimos la suerte de volver con lecciones aprendidas... para ver como menos de diez años después los mismos señores de siempre vuelven a hacer la misma de siempre. El especular no se va a acabar.

    “Las grandes ciudades en este país se ha convertido en un espacio hostil para la gente joven”.

    A muchos nos resulta frustrante resignarnos a encontrar un lugar peor en el que vivir a pesar de tener una posición económica más favorable. Pisos de treinta metros cuadrados por 850. Zulos de quince metros por 700. Las grandes ciudades en este país se ha convertido en un espacio hostil para la gente joven. Quizás terminará sucediendo lo mismo que en ciudades como Londres, París o Berlín. El centro será el lugar de los turistas, las oficinas y la gente rica y en los alrededores sucederá la vida.

    Al comentar mi situación en redes sociales, la periodista Irene Sierra me contó por Twitter que, al encontrarse en el mismo callejón pero con la posibilidad de trabajar desde cualquier parte, cogió sus bártulos y se volvió a Asturias. "Yo no paraba de decir que estaba teniendo un aborto involuntario de la ciudad. No quería irme, me echaba", me escribió. Y no pude evitar pensar en el quiero y no puedo que es a veces España. Y las grandes ciudades. Un lugar que quiere a una población joven pero a la que no ofrece la posibilidad de asentarse y tener hijos. Que tiene a la generación más preparada de la historia, pero a base de contratos basura e ilegalidades varias, permite la fuga de talento a otras partes del mundo. Una capital abierta y acogedora, que al mismo tiempo que te dice de Madrid llegarás al cielo te lleva al infierno de Idealista. Y todas esas otras grandes ciudades, que reciben a quien quiera que sea con amabilidad y cariño, pero que a la vez que te dicen “ven”, convierten la búsqueda de un hogar en una carrera de obstáculos, hostil y desesperante, con la que parecen insinuar que, en el fondo, no te quieren aquí.