Ir directo al contenido

    Las aventuras de una lesbiana en Tinder

    Solía ser difícil encontrar chicas queer con las que tener aventuras. Hasta que comencé a usar aplicaciones de citas.

    La peor parte las citas de Tinder es el principio. Odio escudriñar bares para reconocer a la chica con la que me cité. ¿Qué pasa si por error se me acercara a otra chica lesbiana con una gorra puesta al revés y una remera con botones? Y si en efecto encontraba la persona con la que me cité, ¿Cómo nos saludamos? ¿Un abrazo? ¿Un sacudón de manos incómodo? ¿Ese gesto despreocupado con la cabeza que implica que “sí, soy gay, y sé que tú también lo eres”?

    La fugaz incomodidad previa a una cita siempre fue un precio a pagar.

    Se dice que las aplicaciones online de citas destruyen el romance y nos convierten en autómatas sabelotodos, pero al ser una chica a la que le gustan las chicas, mi conclusión fue: Tinder es lo mejor del mundo.

    Estoy del lado femenino del espectro de orientación sexual, y tiendo a confundirme con la mayoría de las chicas heterosexuales; antes de las aplicaciones de citas, el único modo que tenía para hacer notar mi homosexualidad era seducir descaradamente a alguien hasta el punto de no retorno. Debía asegurarme de que no me confundan con una de esas chicas heterosexuales amistosas, notorias por su coquetería accidental. No me apoyo contra tu brazo y sonrío porque sea amistosa, quise decir muchas veces. Es porque soy una homosexual recalcitrante.

    Con el tiempo, comencé a mencionar mi lesbianismo en conversaciones casuales, como para evitar avergonzarme. Con las aplicaciones de citas (ya sea Tinder, Hinge o Her, diseñada exclusivamente para lesbianas) tienes chicas femeninas que buscan a otras chicas femeninas, todo desde la comodidad de tu pantalla. No hay susurros furiosos con tu amiga sobre la sexualidad de alguien, ni el riesgo de enamorarse accidentalmente de chicas rotundamente heterosexuales, dos lugares comunes de nuestra juventud pre-digital. En una aplicación de citas, desde el comienzo tú lo sabes y ella también. Nos sacó un gran peso de encima.

    Descubrí su potencial la primavera pasada, mientras vivía sola en París. No conocía a nadie. No hablaba francés. Pero gracias al poder de Tinder y OkCupid, encontré mujeres con las que tener aventuras. Algunos encuentros se convirtieron en amoríos; otros, en amistades memorables. Solo tuve una decepción: una chica francesa con un título en recursos humanos; muy aburrida, pero lo bastante amable. El resto valió la pena. Recuerdo una delicada estudiante de Nueva Zelanda con la que caminamos durante horas por el cementerio Père Lachaise, buscando en vano la tumba de Jim Morrison mientras comparamos las culturas homosexuales de nuestros países. También conocí a una estadounidense con un anillo de nariz diminuto y rulos salvajes, feliz de poder escapar de su apartamento en el que cuidaba a varios niños; nos sentamos a orillas del Sena, tomamos vino directo de la botella, nos lamentamos por la invisibilidad de la mujer y no nos pusimos de acuerdo sobre Wes Anderson (que en mi opinión, está sobreestimado). También conocí a una marroquí que solía jugar al rugby, y me armó cigarrillos en una esquina oscura mientras hablamos sobre tackles y corazones rotos.

    No me preocupaba meter extrañas en mi casa como me hubiese sucedido si saliera con chicos (Dios bendiga al lesbianismo). Las mujeres pueden ser malas como citas, pero es poco común que se pongan escalofriantes o violentas. La mayor parte del tiempo, hay algo mágico en el hecho de conocer otras lesbianas.

    Puede que no tengamos atracción física. Podemos leer libros totalmente diferentes, nos pueden gustar películas distintas, tener sueños opuestos. Sin embargo, más allá de todo, compartimos nuestra homosexualidad. Quizás no compartamos nada más allá de saber referencias de The L Word, que nos guste Kristen Stewart, o irritarnos por el ruido que hace el grupo de chicos hetero de mesa de al lado; lo más probable es que en la primera cita encontremos algo en común a lo que aferrarnos. Los algoritmos de una aplicación nos alertaron que existe un mínimo potencial de ser compatibles; seguir ese potencial dependerá de nosotras.

    Al mudarme de París a Nueva York, me preocupó que organizar citas a través de una aplicación perdiese su chispa, al no tener los bares llenos de humo y las calles empedradas de fondo. Mi primer encuentro de Tinder en los Estados Unidos fue un caluroso día de verano en el West Village, en una intersección parquizada llena de actividad veraniega. No hubo chispa, pero quedamos como amigas, nos encontramos en algunos lugares y ocasionalmente nos enviamos textos comentando la cultura popular.

    Para mi segunda cita en Nueva York, hice mi movida característica; me senté en un banco frente a un bar de mi barrio con un libro. Por el rabillo del ojo la sentí acercarse dubitativa, pero no me moví hasta escuchar mi nombre. “¿Shannon?” Miré hacia arriba. Camiseta con botones, gorra dada vuelta, como tantas otras lesbianas en su primera cita. Pero no hubiese podido confundirla con alguien más. Tenía pecas en su nariz y una enorme y hermosa sonrisa. Se llamaba Jess.

    “Llevamos los mismos zapatos”, dijo mientras me ponía de pie. Miré hacia abajo. Era verdad. Vans blancas. Un toque bastante gay. Eso fue todo: la primer conexión queer fuerte, donde todo comienza. No es lo bastante fuerte como para sobrellevar una cita, pero es un primer paso hacia la comodidad, el compañerismo, a encontrar cosas en común que no tengan que ver con nuestra (in)definición de queer. Y para descubrir diferencias también, buenas y malas. Nunca faltan.

    Sé que puede haber sido pura suerte que mis citas online resultaron afortunadas. Sin embargo, siempre busqué mujeres que quisieran encontrarse de inmediato. Intercambiaba algunos mensajes de texto antes de arreglar una cita. Odio enviar mensajes de texto. Si vamos a estar juntas alguna vez, no hay nada como el presente. Estaba en otra ciudad. Todo podía pasar.

    Jess, una música criada en Wyoming a dos husos horarios de mi pueblo en Connecticut en las afueras de Nueva York, me envió el primer mensaje, y a las pocas horas comparamos nuestros zapatos en la calle. Acababa de mudarse a Brooklyn, desde su universidad en Nashville. No teníamos círculos sociales ni historias en común. Si ella me hubiese pasado de largo en la calle (aquel día llevaba el pelo largo, los labios pintados de rojo y un par de shorts muy poco prácticos) dudo que hubiese sabido cómo empezar a hablarme. Probablemente jamás nos hubiéramos conocido si no hubiéramos jugueteado con Tinder, dispuestas a dedicarle una tarde libre a otra lesbiana desconocida casi sin pensarlo.

    Ese momento se convirtió en un año. Este fin de semana, nos mudamos juntas. Tiempo atrás, pensé en inventar una historia sobre nuestro primer encuentro para contarle a la gente en las fiestas. Pero la verdad es que nos encontramos en Tinder, y luego en la vida real. Y lo único que importa es que nos hayamos encontrado.