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Cómo las pelis indies y el fanfic me enseñaron a ser (lesbiana)

Del videoclub a Internet: la imposible búsqueda de referentes para una chica homosexual.

En 1999 tuve uno de los peores domingos de mi vida. Tenía 14 años, así que el bajón dominical no tenía que ver con la resaca, o al menos, no con la producida por el alcohol. Como la mayoría de los fines de semana mi madre me llevó al videoclub para alquilar cualquier cosa que quisiera ver. Me encantaba el ritual de revolver para conseguir encontrar algo que tuviera que ver conmigo, algo que me hablara de mí. Soy muy amante del contenido vacío pero, cuando sabes que hay algo en ti que no coincide con tu entorno, es la ficción, a través de las películas y los libros, el flotador al que te agarras para conseguir entender(te). La esperanza de una provinciana siempre sale a flote. Hasta ahora mis tablas de salvación habían sido personajes femeninos mainstream y levemente al margen de la norma: Carrie Fisher liderando el frente rebelde de la Galaxia o Geena Davis al mando de un barco pirata en La Isla de las Cabezas Cortadas, viviendo mil aventuras. Ambas empuñando sus propias espadas para luchar contra aquellos que les impedían cumplir sus objetivos, sus sueños. O Mary Stuart Masterson comportándose como un niño y después como un hombre en Tomates Verdes Fritos, despertando en mí una curiosidad extrema por su amistad con Mary-Louise Parker, un tipo de relación que se aproximaba bastante a mis deseos más profundos.

¿Qué se hace cuando en las imitaciones mentales que haces de la realidad cuando te vas a dormir la felicidad llega mientras besas a otra niña?

En uno de esos viajes al videoclub, una Hilary Swank de pelo corto y mandíbula muy marcada, esencia tomboy, me llamó desde la portada sepia (el indie de la época) de Boys don’t cry. Ella me eligió. Se la di a mi madre para llevarla a la caja y nos fuimos casa. Esa tarde mis padres salieron y, sentada en el sofá, viví una de las experiencias más desesperanzadoras de mi vida. Lloré durante dos horas tras los títulos de créditos y lo hice sin entender lo más mínimo de dónde salía toda esa tristeza. La historia de un hombre transgénero, en matiz, no tiene que ver directamente conmigo. Y durante años, siguiendo la ancestral tradición de la cultura occidental, bloqueé por completo esa parte de mi vida, tal y como había bloqueado antes el por qué besarme con chicos no era para mi como para Christina Ricci en Amigas para siempre, si me parecía tanto a ella.

Así, en plena adolescencia, con la referencia de la muerte violenta por mi orientación sexual que me aportaba el cine indie sumada al modelo de la marica divertida o el gay, siempre masculino –aceptable para el imaginario colectivo– que me mostraba Telecinco, mis manguitos existenciales estaban empezando a desinflarse cada vez más rápido. Todavía no sabía nadar, alguien tenía que enseñarme, y el simple hecho de flotar estaba empezando a convertirse en una tarea agotadora. Me habían educado como una niña, con mayor o menor acierto, y aprendí cómo ser un niño observando a mi hermano mayor, ¿pero cómo se hace con lo que viene después del mundo en el que lo rosa y lo azul están separados? ¿Qué se hace cuando en tu cabeza, en tus ensoñaciones, en las imitaciones mentales que haces de la realidad cuando te vas a dormir, la felicidad llega mientras le das la mano o besas a otra niña? Si no había nadie cerca de mi que lo hiciera, o en los libros que leía, y en las películas de los domingos el final nunca era como el de mis fantasías, algo tenía que estar mal, yo tenía que ser defectuosa y nadie podía saberlo.

Convengamos que ser adolescente no es fácil para nadie, incluida Regina George y me atrevería incluso a señalar a Taylor Swift, pero para los seres humanos tipo, los quinceañeros blancos, heterosexuales y occidentales existen manuales y formas de en cada esquina. Pueden recurrir a la ficción y ampliar sus horizontes o simplemente crecer y construirse con todo lo que hay a su alrededor, de fuera hacia dentro. Y si todo va como tiene que ir, después, decidir llevar a la práctica el proceso inverso, de dentro hacia fuera, y cuestionar la corrección de todo eso en lo que se les ha adoctrinado. Pero ante la ausencia de referencias o más bien de referencias positivas, la sensación de soledad y agonía no te permiten construir, tan solo posibilita el pataleo para luchar por no ahogarte.

No soy capaz de recordar con nitidez ningún sentimiento de los 15 a los 16, anestesiada por hábitos de evasión adolescente mantuve mi búsqueda a través de los únicos métodos que conocía, –sin conexión a internet, mis medios seguían siendo los mismos– y normalmente el resultado era el mismo; tragedia, encontronazos con personajes caricatura y siempre, casi siempre, hombres. ¿Así iba a ser? ¿Una existencia aséptica y que me empujara constantemente hacia la huida de mí misma? No era capaz de encontrar una palmadita en la espalda, un abrazo reconfortante que me dijera que todo iba a estar bien, que no pasaba nada y que me merecía exactamente lo mismo que se merecían todos los demás.

Pero, por suerte, todo llega y claro está, fue en forma de película, repitiendo exactamente el mismo ritual de dos años atrás. Mismo videoclub, misma búsqueda en el indie y misma madre para pagar la película. Fucking Åmål me abrió por primera vez una puerta a la luz. A encontrar a una igual que yo, a que la unión pudiera reafirmarme en mi propia esencia y, sobre todo, a la posibilidad de que eso que me sucedía a mí en una ciudad pequeña era lo que les ocurría a muchas otras en otros muchos lugares. Y sus finales sí eran felices a pesar del camino. Pero lo más importante era que, si se podía contar una historia así, tenía que haber más; sin embargo no me las estaban contando o no conseguía encontrarlas aunque ahora tenía la certeza de que existían. Podía conseguir las herramientas para construir de fuera hacia dentro y empezar a sentir, a desbloquear las emociones y a aferrarme de nuevo a la esperanza.

Los fanfic transforman lo existente para adaptarlo a lo que sus seguidores necesitan leer, permitiéndoles abrir puertas a lugares donde seguir experimentando.

Mi siguiente toma de aire fue a los 17, justo en el momento en el que mi madre instaló internet en casa y al fin pude dejar de ser indie en el sentido más ortodoxo del término. Se dicen cosas terribles sobre la mella de internet en la sociedad (aunque el debate tuviera que estar más orientado a cuál es la mella de la sociedad en las personas y cosas) y por desgracia leemos e incluso vivimos ejemplos diariamente sobre cómo puede ser destructivo y peligroso. Sin embargo, no podemos olvidarnos de la fuente interminable de referencias y contenidos al margen del sistema que ha supuesto y supone para miles de personas que experimentan el mayor de los aislamientos. Mucho antes del acercamiento entre personas ligado a las redes sociales, en el 2002, un pasito por delante del Fotolog, mi yo adolescente encontró una verdadera comunidad con la que identificarse en foros, hilos de YouTube y blogs personales llenos de gente mucho más osada y atrevida que yo. Internet, en grueso, se convirtió en una vía de escape totalmente integrada en mi vida, con un peso muy similar al resto las parcelas definidas como reales. Un balón de oxígeno que me aportaba perspectiva y la certeza de que la pantalla con la que me relacionaba iba a convertirse, tarde o temprano, en amigos de carne y hueso. Un paso más allá y más tangible que la ficción de las pelis y los libros, que me acercaba unos centímetros a la recuperación completa de la esperanza y a la construcción de mi propio yo.

En mi caso hubo un reducto muy concreto gracias al cual pude comenzar a cimentar de una manera más enraizada mi yo actual, más libre y desprejuiciado. Un nicho especialmente denostado aún en la actualidad, aunque generador de obras tan mainstream –y tóxicas– como 50 sombras de Grey: los fanfic. Lo que hace éste tipo de literatura –no pienso rebajarlo a otra categoría– es exactamente lo mismo que hacía yo cada noche cuando me acostaba: generar un mundo propio en el que podía permitirme vivir al margen de la realidad y, sobre todo, de lo que ésta podía ofrecerme. Los fanfinc transforman lo existente para adaptarlo a lo que sus seguidores de verdad necesitan leer, permitiéndoles buscar identificadores, guías y, una vez más, puertas, puertas abiertas a otros lugares donde seguir investigando y experimentando. En ocasiones los autores dan continuidad a historias de ficción ya escritas, en otras generan crossovers entre diferentes series o trasladan a los personajes. Mi lectura se centraba, como cabe esperar, en los denominados saffic. En ellos, las mujeres lesbianas son las protagonistas, su orientación sexual puede ser previa a la historia y, si no lo es, la magia de la ficción las convierte en sáficas sin ningún reparo. En la mayoría de las historias la base era la utopía. Su lectura me llevaba al "¡eh, yo quiero eso!". Una afirmación bastante alejada de una tarde de domingo llorando en un sofá.

Con el paso del tiempo y el crecimiento intrapersonal perdí la costumbre de leerlos. Aunque a veces se me pasa por la cabeza echar un vistazo a los Camren –los fanfcis que trabajan el shippeo de Camila Cabello y Lauren Jauregui de Fith Harmony– o me he parado en los post de la “lupita” de Instagram, donde la esencia no ha cambiado aunque sí las formas para aumentar su accesibilidad, que se han inventando un futuro para Dulceida y Alba. Del tiempo en el que sí lo hacía recuerdo de manera muy clara los que convertían a Buffy y Faith de Buffy Cazavampiros en las novias más hot que he visto nunca. La sensación que tenía al leerlos enriquecía lo que ya me daba la serie (y que estoy segura de que no pudo ser al implicar en una relación lésbica a la protagonista de la serie). Dos adolescentes autosuficientes, salvadoras del mundo, líderes sin ningún complejo, con un sentido del humor que quería y necesitaba para mí y que, además, se lo montaban entre ellas y eran muy felices. La sensación realmente extraña al encontrar algunos que mezclaban a personajes de videojuegos como Mario Bros y Zelda para atender las necesidades de los perfiles más gaymers. O la primera vez que leí uno con protagonistas españolas; la enorme cantidad que se escribieron sobre Silvia y Pepa de Los hombres de Paco, serie que no había visto ni vería nunca, pero de la puedo representar todas las escenas en las que ellas eran el centro de la historia. La proximidad geográfica era el último coletazo de cercanía a una realidad que hacía algunos años que yo, ¡al fin!, ya estaba experimentando.

En el 2016, a los 30 años y justo 17 años después de mi inicial chute de realidad vi por primera vez, en el cine, una historia lésbica con final feliz. Carol, la adaptación de un libro de los años 50, denominado como la primera obra homosexual sin final trágico y por el que la autora Patricia Highsmith recibió millares de cartas de agradecimiento. 64 años después de su publicación el grueso de la sociedad estaba preparada para entender que no solo las historias para el binomio hombre- mujer pueden ser esperanzadoras y apasionadas. Que la heteronormatividad no es el único modo de existencia aunque sea el más generalizado y menos aún la única manera de realización personal o en pareja. Que los personajes homosexuales no pueden ser caricaturas o una tipología en sí mismos. Que es necesario contar historias en las que la diversidad se positivice y no se estigmatice para las personas que, en calles, viven ansiosas por experimentar sin miedo, sin que el resultado vaya a ser agónico. En absoluto tiene por qué serlo. A todos ellos les debemos espacios más visibles, más accesibles y normalizados, referencias que –de no ser posibles en sus colegios, en sus familias o en sus grupos de amigos– les sirvan de lazarillo. Les enseñen a ser.