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Tus hijos están aprendiendo a ser machistas en el patio del colegio

Pero hay personas que ya están buscando la solución.

Quienes crecimos siendo niñas en los noventa no necesitamos repasar la filmografía de Disney para saber que la infancia es un territorio profundamente machista. Nos basta con recordar los juegos que triunfaban en el recreo del colegio. Mientras nuestros compañeros se viciaban a la Game Boy, nuestra alternativa tecnológica consistía en aprender a ser buenas madres cuidando de Furbys y Tamagotchis. Y bastante antes de acostumbrarnos a recibir nudes de desconocidos por Tinder, ya aprendimos a ser acosadas con Línea Directa, ese perverso juego de mesa que consistía en recibir llamadas de admiradores secretos a quienes teníamos que identificar a través de un teléfono que, obviamente, era de color rosa.

Han pasado más de dos décadas desde entonces, pero el machismo en los recreos escolares se mantiene inalterable. Lo comprobé el mes pasado, cuando empecé a trabajar como monitora en el patio de un colegio. Allí observé que la inmensa mayoría del espacio está ocupado por niños que juegan al fútbol, mientras que a sus compañeras solo les quedan las orillas. “Desde muy pequeñitos los chicos son estimulados a moverse, a dominar el espacio y a constituirse como protagonistas. Con las chicas sucede todo lo contrario. Se les enseña a estar quietas y a desempeñar labores de cuidados”, explica la socióloga feminista Marina Subirats. La que fuera directora del Instituto de la Mujer insiste en que el patio de las escuelas es un reflejo transparente de la sociedad machista que nos golpea cuando somos adultos. “La criatura cuando nace no sabe cómo comportarse, pero va recibiendo mensajes visuales y verbales y se adapta al papel que le están dando. De la misma manera en que aprendemos a hablar o a caminar, aprendemos a ser niño o niña”.

Desde pequeñas asumimos que mientras de nuestros compañeros se espera un rol activo y dominante, nuestro papel consiste en tratar de destacar lo menos posible.

Sus palabras resuenan en mi cabeza mientras recorro el colegio y compruebo que no le falta razón. En el patio de infantil niños y niñas juegan juntos a las palmas o al pilla-pilla, pero según van creciendo comienzan a diferenciarse. Aunque los afiliados al machirulismo pseudocientífico insistan en el peso del componente biológico en las preferencias infantiles, lo cierto es que es en el momento en que son conscientes de los roles asociados a su género cuando ellos empiezan a monopolizar el centro con juegos expansivos como el fútbol o el baloncesto. Ellas, por el contrario, quedan relegadas a la periferia, donde predominan las actividades tranquilas como jugar a las cartas, dibujar o charlar. Desde pequeñas asumimos que mientras de nuestros compañeros se espera un rol activo y dominante, nuestro papel consiste en tratar de destacar lo menos posible o se cobrarán nuestra osadía en forma de balonazos, burlas e insultos.

“Llega un momento en el que ellas abandonan el espacio. Algunos grupos de niñas transgreden y se pasean por el centro de la pista, pero entonces ellos se enfadan”, arguye la arquitecta Adriana Ciocoletto, miembro de Collectiu punt 6, un grupo de urbanistas con perspectiva de género. Junto a la Asociación CoeducAcció llevan tiempo interviniendo en escuelas para lograr que los patios sean espacios más inclusivos. Parten de la premisa de que el hecho de que los chicos asuman que la centralidad del espacio les pertenece no es casual, sino que el urbanismo reproduce y fomenta las propias desigualdades de género. “El 70% del patio lo ocupa una cancha. Esto ya marca y jerarquiza tanto el espacio, como la actividad que se promueve”, lamenta.

A su juicio, el problema va más allá de la segregación por sexos y tiene que ver con el modelo de masculinidad dominante. “El fútbol es una actividad muy relacionada con una masculinidad vinculada a la potencia, la agresividad, la competitividad”. Aquellos niños que no encajan con este modelo también acaban desplazados a los márgenes. Al final, el patio es una sociedad en miniatura donde lo heteronormativo se impone: mientras los popus de clase se pavonean en el centro, el resto de la masa escolar trata de subsistir intentando que su género, su edad, su orientación sexual o sus aficiones no se conviertan en un lastre. El recreo de cualquier colegio de España es una versión castiza de la película ‘Chicas Malas’ o de cualquier capítulo de ‘La Banda del Patio’. Impera la ley de la jungla y siempre gana el más fuerte.

Por eso, tal y como explica Adriana Ciocoletto, es importante “reequilibrar los usos del patio” para que sean espacios más integradores. El colectivo al que pertenece ha transformado la superficie de varios colegios de Madrid y Barcelona, en los que han fomentado tres espacios diferenciados. En ellos hay sitio para los juegos vinculados con el movimiento, como los deportes de pelota, la escalada o la comba. Pero también rincones reservados para la tranquilidad en los que se puede “pintar, conversar, leer o hacer teatro” y otros conectados a la naturaleza. “La mayoría de los patios que se han construido en las últimas décadas son puro cemento. Si pones un huerto introduces la naturaleza y haces que tengan que cuidar el espacio, que se sientan responsables de él”, razona Ciocoletto. Activan así pequeños cambios que apenas necesitan presupuesto, pero que transforman de manera sustancial los usos del patio, donde cada escolar pasa una media de 525 horas al año.

Y sin embargo, la mayoría de los centros siguen anclados en un machismo recalcitrante y muchas veces inconsciente. Bien lo sabe Raquel Fructuoso, una joven profesora de infantil y primaria autora de la investigación ‘El patio del recreo, un espacio de desigualdad entre niños y niñas’. Su estudio ahonda en las consecuencias que tiene el hecho de que desde pequeñas el rol de las chicas sea pasivo y el de los chicos dominante. “En las edades tempranas se marca la personalidad de cada niño. Cuando vigilamos el patio los maestros controlamos que no haya ninguna pelea, pero no nos encargamos de que sea un espacio educativo. Y en realidad tendría que ser incluso más educativo que las aulas, porque ahí no hay libros ni contenido. Son libres y reproducen el machismo que ven en la sociedad. Si no les damos unas pautas cuando son pequeños, cuando tengan 10 o 15 años ya no habrá nada que hacer”.

Este proceso educativo no pasa solo por hacer entender a los pequeños que las chicas pueden jugar al fútbol, sino por demostrarles que un chico puede querer bailar, cantar o cocinar y que está todo bien. Que no pasa nada si ellas quieren ser como Iniesta y ellos como Beyoncé. Básicamente, todo se reduce a evitar que la pureza de la primera infancia se contamine con esos estereotipos de género rancios que tenemos interiorizados los adultos.

Por mucho que hayamos avanzado y que ahora los versos de ‘Lo Malo’ se impongan en los recreos a ese horrible cántico que afirmaba que Don Federico mató a su mujer, todavía queda mucho camino por recorrer. No podremos tener una sociedad realmente igualitaria hasta que no acabemos con el machismo en las escuelas. Por eso, a esa antigua consigna feminista que reza que nuestro cuerpo es un campo de batalla, habría que añadirle que el patio del colegio también lo es. Y no tenemos miedo a conquistarlo. Al igual que la calle y la noche, los recreos también son nuestros.