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Aparadoras: la industria del calzado tiene nombre de mujer

Ni una sola persona puede ser de un pueblo de la provincia de Alicante y no tener un mínimo contacto con una mujer que trabaje o haya trabajado haciendo zapatos.

Habría un hueco gigante.

Un hueco que los hombres no podrían rellenar, ni todos los de la ciudad. Ni los niños, ni los abuelos, ni los que no se han dedicado al trabajo artesanal a lo largo de su vida.

Las máquinas de coser dejarían de cantar, y la provincia entera se pararía, congelada en el tiempo. Nadie sabría qué es lo que pasa, porque no podrían ver nada. Antes las teníamos a nuestro alrededor, pero de repente ya no estarían. Y nada funcionaría.

La provincia de Alicante es una fábrica. Pueblos y ciudades adyacentes comparten la cultura del calzado y, sobre todo, a las mujeres que trabajan en él. Familias enteras, vecinas, compañeras; ni una sola persona puede ser de un pueblo de la provincia y no tener un mínimo contacto con una mujer que trabaje o haya trabajado haciendo zapatos.

El contraste es inevitable. No hay horario de oficina en el calzado. Levántate antes que el sol y empieza a andar con el almuerzo en la mano, porque no volverás hasta el telediario de la noche.

O coge ese saco y colócalo en el comedor, que va a ser tu espacio de trabajo las próximas doce horas. Que la máquina empiece a sonar, mientras los niños juegan con las bobinas de hilos y los trozos de piel que luego se convertirán en zapatos que viajarán más que esa familia.

La casa nunca se les cae encima porque, como siempre, son ellas las que la sujetan. Sujetan la casa, sujetan la industria, la familia, los cuidados. Se ha volcado en ellas una responsabilidad tremenda por la cual no son recompensadas. Cobrando unos céntimos por un par de zapatos, dejándose la salud en ello, y los derechos por el camino.

Los cuidados son continuos y constantes. No hay descanso porque, en la fábrica o en la casa, no paran de trabajar. En lo que se va a comer esa semana, en de dónde sacarán tiempo para hacerlo todo, en cómo van a limpiar (cómo van a cuidar).

Por supuesto, no se cuestiona la división de tareas. Si ya estás en la casa, fabricando los zapatos, ¿por qué de paso no vas a cuidar de los niños y haces la comida? ¿Y limpiar? ¿Y planear? No puede costar tanto.

Y, con las manos ajadas y la espalda dolorida de estar inclinadas ante la máquina, tienen que levantarse y estirarse. Arrastrar los pies, las zapatillas, por el pasillo de la casa, y empezar a hacer lo que no va a hacer nadie aparte de ellas (porque tampoco tienen el dinero suficiente para pagar a alguien que lo haga mientras ellas siguen cortando hilos y uniendo piezas con un pegamento que todavía es tóxico).

Siempre se olvidan de que hay trabajos de dos que se cargan sobre una espalda (la femenina y la que está más a prueba de balas).

Las que no están en casa no lo tienen mucho más fácil, ni es muy diferente. Los fines de semana no hay descanso (para ellas), porque hay que preparar la comida y la cena de los próximos cinco días en los que se pasarán la jornada fuera, trabajando. Muchas creen abandonar a sus hijos por el camino de la casa a la fábrica del calzado, pero ¿los hombres no abandonan? Siempre se olvidan de que hay trabajos de dos que se cargan sobre una espalda (la femenina y la que está más a prueba de balas).

Hay muchas diferencias entre aquellas que trabajan desde el hogar y las que lo hacen en los talleres y fábricas, pero hay todavía más semejanzas. Las mujeres se convirtieron en el pilar principal del territorio: el trabajo, los cuidados, la constante actividad. Pero siempre invisibilizadas tras la montaña de zapatos (y cacerolas y escobas y platos sin fregar y niños que no paran de llorar) que dejaban delante.

Los abusos de la sociedad patriarcal se unieron a los abusos de la industria (el capitalismo y el machismo siempre han sido mejores amigos) hasta crear un clima tóxico que ha contribuido a empujar a la pobreza a las trabajadoras del calzado, y más concretamente a aquellas mujeres que, desde sus casas, fabricaban zapatos sin estar dadas de alta en la seguridad social, que hoy en día no percibirán jubilación. Volvemos a depender del marido, volvemos a la época franquista y al inicio de siglo. ¿Esa revolución industrial les ha servido de algo, si después de décadas trabajando para tener algo propio (suyo y de su familia, porque en la feminización del calzado no existen las individualidades) vuelven a estar atadas a la dependencia económica del hombre?

Venía genial el papel de la aparadora invisibilizada, es verdad: no rechista porque no tiene unión con otras trabajadoras y a la vez se la puede confinar de vuelta a la casa mientras sigue siendo un eslabón productivo en la cadena de la industria. Por supuesto, se les sigue dando el cargo de todas las tareas del hogar que no va a hacer otra persona que no sea ella (ya que te pones a barrer los restos de textil del suelo, dale una pasada a la casa entera, y quita el polvo si no es mucha molestia).

Se percibe su trabajo como una ayuda, no como un salario completo ni como una entrada de dinero fija. Se les trata con desconsideración incluso haciéndose cargo de todas estas cosas: porque si trabajas desde casa, si no tienes derechos laborales, si sigues siendo ‘ama de casa’ en tu tiempo libre entre plantilla y plantilla, no se te ve como una trabajadora ni como el motor de una familia. Solo eres una mujer que ocupa su tiempo libre con un trabajo manual entre olla exprés y olla exprés.

El hecho de no observar a las mujeres del calzado como la potencia fuerte territorial, sino como ‘la ayuda de’, responde a la constante desvalorización que se ha hecho de las mujeres (no solo del calzado, sino históricamente).

El hecho de no observar a las mujeres del calzado como la potencia fuerte territorial, sino como ‘la ayuda de’, responde a la constante desvalorización que se ha hecho de las mujeres (no solo del calzado, sino históricamente). Mediante esta desvalorización se construye un clima en el cual las mujeres se acostumbran a trabajar en condiciones infrahumanas, sin derechos o totalmente engullidas bajo la economía sumergida que lo devora todo, antes y después de la crisis laboral.

El secreto a voces es lo preocupante. Si todas conocemos a mujeres en la industria del calzado (y sus situaciones y su precariedad), ¿cómo no se ha hecho nada desde arriba? No hace falta pensar mucho. Era un trato muy conveniente para todo el mundo. Y no queremos empezar a señalar con el dedo a fuerzas pequeñas que responden acciones mal hechas y reforzadas durante décadas. El caldo de cultivo ya estaba ahí cuando llegamos. Solo hacía falta gente para ponerlo a hervir y otros que lo mantuviesen en el tiempo.

Menos mal que han conseguido empezar a hablar. No se pudo aislarlas lo suficiente como para que no se organizaran y compartieran sus historias y sus problemas. Hace apenas unos meses nació la Asociación de Aparadoras y Mujeres Trabajadoras del Calzado de Elche, a la cual se unieron compañeras de Villena, Elda, Vega Baja, etc. Más de 70 mujeres que, en la actualidad, han conseguido unirse para reivindicarse a sí mismas y a sus historias. Muchas llevan años luchando para ser oídas, pero juntas tienen un altavoz que no está pasando desapercibido.

Con suerte, en unos años este altavoz se haya convertido en una plataforma para mejorar la vida y situaciones de todas las mujeres de la provincia que suponen un motor. Un motor industrial, laboral, económico y capitalista, pero también un motor de cuidados, de ayuda, de colaboración y redes colaborativas.

Quizá, en unos años, todas recordemos sus historias para no tener que volver a luchar para evitar que se repitan, porque ya habremos tejido unas redes y unas colaboraciones lo suficientemente fuertes como para hacer lucha común y demostrar que no vamos a permitir que pase de nuevo.

Puede que no falte mucho, y esperamos que estemos cerca del cambio: hecho por todas y para todas.