De Cuando Batman Se Volvió El Símbolo De Mis 27 Años

La historia de mi vida después de un tatuaje

He llevado ya casi 10 años fuera del clóset, aunque eso no quiere decir que haya gente a la que no se lo he dicho o aún tenga que ocultárselo. Supongo que eso no me hace tan valiente como los otros que una vez que se han declarado gay, les deja de importar lo que opinan los demás. A mi todavía me importa y es una “cruz” que al parecer no podré quemar del todo.

Me he vuelto más consciente de quién soy y he rescatado conductas mías que antes consideraba extrañas para los demás, pero sigo creyendo que decirle a la gente que te importa “Hola soy gay, siempre lo he sido y tenía el derecho a mentirte”te pone en una situación que la mayoría de los humanos tiende a olvidar que debe enfrentar.

Sí, creo que todos debemos salir del clóset, al menos según por lo que veo a mi alrededor: Mucha gente que tiene miedo a ser quién realmente es, y la mayoría no se da cuenta de ese temor. Todos caminamos por ahí con una mascarita muy confeccionada para que nos acepten, y es natural, somos animales de manada, una muy extraña por cierto. En nuestros genes viene impresa la necesidad de convivir, salvo que patológicamente desees estar siempre solo, pero siempre terminamos por darle vida a algo para que nos acompañe, como Tom Hanks a Wilson, o como Dios a nosotros y viceversa.

Hay un límite para que podamos ser nosotros mismos, la desnudez sigue siendo tabú y francamente nos vulnera cuando hace frío, así que la ropa la acepto. Pero admito que me encanta estar desnudo con mi pareja, porque aparte de admirar su bello cuerpo me hace sentir más confianza, incluso aunque mi cuerpo esté delgado y sin músculos atractivos. Ese límite que nos pone un frenito a lo quede verdad pensamos, la vocecita que nos grita que somos egoístas si no queremos compartir nuestras sabritas con los amigos, o que no queremos ir al cine con ellos a ver esa película que hemos estado esperando.

Tenemos miedo a ser quienes somos porque podríamos parecer muy extravagantes, que no embonamos en el rompecabezas universal y por lo tanto no merecemos estar entre la gente cool del día. Decía que salir del clóset nos obliga a los gays a dar un pasito más para revelar nuestra naturaleza, algunos más festivos y otro muy peludos, pero eso es cosa de la diversidad.

Muchas veces no quise ser gay, pensando en lo hermosa que se vería mi esposa saliendo de la catedral con un bello vestido de novia, ceñido pero elegante y el atardecer posándose en el campanario poblano y yo con un traje tan perfecto para mi cuerpo que hasta guapo me vería. Pero siempre me estaría acosando la idea de que me enamoraría de un hombre y querría tener una aventura con él. Esconderme de mi esposa e irme de fin de semana con él, desnudarlo, besarlo,abrazarlo, acariciarlo, acostarme en su regazo, encender una chimenea por la noche y decirle al oído: te quiero. Nunca pensé eso con una mujer, nunca esas palabras tuvieron destinatario femenino. Yo era gay, tan gay como mis emociones me dictaban, como mi sed por lo erótico me enloquecía y tan gay como los brazos fuertes y la mano que quería que me acariciara durante ese abrazo.

Creciendo como crecí, con la tele y demás cosas que bombardeaban mi cabeza, llegué a pensar que tener feminidad era malo, que me vieran hacer cosas de mujer era de asquito y que merecía todas las burlas del mundo cuando me cachaban haciéndolo.

Solía jugar con mi hermana a las Barbies, yo tenía un Ken de Aladdín y otro de Hércules, ambos de Disney. Para mis padres estaba bien, mientras yo no tomara el poder sobre las muñecas, y yo obedecía, hasta que por las tardes, mientras estaba mi madre dormida, tomaba la Barbie de cabello largo de mi hermana, la vestía con un tremendo vestido blanco con listones rosas y jugaba a que yo era su príncipe, la salvaba y después me imaginaba que el príncipe se casaba con ella, pero yo ya estaba en mi otro juego con Hércules y Aladdín, viéndolos dormir juntos, para mi el trabajo era salvar a la princesa, pero mi descanso era dónde Hércules y Aladdín vivían juntos.

Una vez mi madre cedió ante mi insistencia de niño de 9 años de comprarme un Bart Simpson de peluche, yo moría por uno, a pesar de que no había visto la caricatura jamás, porque mi madre los odiaba (ahora los ve conmigo) Pero al llegar a la tienda, a la que fui solo; Maggie y Marge eran los únicos personajes de la familia amarilla que seguían ahí, y yo creí apropiado comprar a Marge porque mis juguetes necesitaban una mamá. Llegué a casa y mi madre hizo un alboroto que hasta 10 años después entendí, ella me regañaba porque yo había decidido comprar un juguete de niña.

Mucho tiempo me ha marcado ese evento, del mismo modo en que me marcó cuando mis papás en el auto, después de una fiesta, me pidieron que no volviera hacer mi show de Michael Jackson, lo hacía en cada fiesta y reunión familiar. Desde ahí dejé de vestirme como él, tiré mis estambres negros que pegaba en mi sombrero norteño negro para que parecieran sus chinos y dejé de usar calcetines blancos. Nunca volví a bailar en público. Nunca. Porque algo que ellos dejaron en mi cabeza plantado me hacía pensar que hacer las cosas que yo disfrutaba o que salían de mis entrañas sin que yo las planeara, estaban mal, eran ridículas y que no debían verlas los demás.

Hace unos días cumplí 27 años, y me decidí a pelear contra esas ideas, ya no quiero temerle al ridículo, tal vez ahora supere mi miedo a los payasos. Sé que es tarde para perfeccionar mi baile de Michael Jackson, pero insistiré en que no me avergüence bailar en público y que todo lo raro que soy debe salir, porque es quién debo ser desde siempre y tengo tan sólo una vida que quiero vivir.

Mi primer paso fue un tatuaje de Batman, el de la serie Animada, en el brazo, para recordarme que yo soy ese adulto que viene de ese niño raro que adoraba a Batman y que si alguien tiene problema con ello probablemente no debería estar en mi vida.