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Cómo hice las paces con mi tristeza

Todo me parecía un juego de Pac-Man: si se acaban las pastillas, te comen los fantasmas.

No sé qué hacía mi mamá esculcando mis cosas. Bueno, sí sé. Había chocado cuatro veces ese mes, no andaba bien. En cuanto me llamó para decirme lo que había encontrado en mi mochila no me quedó de otra, salí corriendo a recibir mi sentencia. No estaba lejos, pero entre casa de mi amiga Anna y la mía había espacio suficiente como para chocar una quinta vez. Embarré el coche en una jardinera a dos cuadras de mi casa. Salieron las bolsas de aire y una me quemó la mano derecha. Carajo, ¿no se supone que están hechas para que no te lastimes?

Después de una noche larga de conversaciones dolorosas, mis papás decidieron llevarme a una clínica de tratamiento de adicciones. Yo no tenía una dependencia a las drogas. Más bien, tenía 18 años, me había graduado de una escuela cuya educación era muy conservadora, y había entrado a la universidad. Estaba metida en una relación de abuso con un tipo mucho más grande que yo. El tema era ese, en realidad. Supongo que la manipulación en una relación abusiva es tan sutil y tan violenta que genera terror. Todo el tiempo tenía muchísimo miedo. Y yo pensaba que tenía miedo de mis papás. El psicólogo especialista en adicciones entendió todo eso de inmediato sin que yo le explicara mucho. Después de esa primera sesión, les dijo a mis papás que este no era un tema de drogas.

"Esta tristeza no es normal," me decía mi mamá mientras intentaba despertarme para ir a la escuela. Yo no entendía por qué. Tenía motivos para estar triste. Ese verano me llevaron a una clínica en las afueras de Los Ángeles para ver si mi problema era químico o neurológico. Me enchufaron un contraste radioactivo al brazo y me pusieron a jugar en una computadora para rastrear la actividad en mi cerebro. Después me pasaron a una máquina con una cámara especial que genera imágenes en 3D de las zonas del cerebro con mayor actividad. Al día siguiente repetimos lo mismo, pero en esa ocasión me pusieron a dormir mientras la máquina giraba alrededor de mi cabeza. Un par de horas después, una gringa acartonada de traje sastre color violeta que nunca antes había visto en mi vida, me dijo: "Bla, bla, bla, bla, bla, tómate estas muestras, ahí hay un garrafón de agua." Me lo dijo de esa forma imperativa y autoritaria que tienen los gringos para decir cualquier cosa, y le hice caso. Cuando las pastillas ya estaban pasando por mi garganta me di cuenta de que me estaban dando drogas que no sabía para qué eran. Nunca discutimos los efectos a corto y largo plazo, no tomé la decisión de someterme a un tratamiento químico, y nadie me explicó por qué necesitaba tomarlas.

"Tienes depresión, ansiedad y déficit de atención. Puedes pagar en efectivo o con tarjeta en caja. Gracias." Supongo que eso es lo que me habrá dicho la gringa acartonada de traje sastre, a juzgar por el tipo de medicamentos que me recetó. Un antidepresivo, un ansiolítico y Aderall, una pastillita azul que trafican en las universidades gringas en temporada de finales para agudizar la concentración. El par de semanas siguientes me convertí en un zombie. Me dormía en los pasillos, babeaba en los trayectos en coche, roncaba en las mesas de los restaurantes, en el cine, y en todos lados. Si me tomaba una cerveza me ponía una peda de quinceañera y el Aderall hacía que me arrancara la piel de los dedos. Estaba enojada con la manera en la que me habían medicado. Yo no estaba enferma. Los dibujos en 3D de mi cerebro decían que sí, pero eso no significaba nada para mi. Todo el mundo tiene derecho a estar triste.

No tuve claro por qué mi relación era un abuso hasta que mi hermanita cumplió 18 y entró a su primer semestre. ¿Conocen ese brillito en los ojos que tienen los niños? Eso se llama inocencia. Y si te pasan cosas feas, ese brillito se borra y se convierte en unas ojeras. Nadie podía ayudarme. Además, yo no quería que me ayudaran. Lo difícil en estos casos es que cada quién se tiene que salvar a sí mismo. Pero mis papás no iban a esperar tanto tiempo. Me refirieron con un psiquiatra en la Ciudad de México que se parecía a Woody Allen. Lo odié. Proust decía que su doctor no tomó en cuenta que había leído a Shakespeare. Yo me preguntaba si valía la pena decirle a Woody Allen que había estado escuchando mucho a Radiohead. No funcionó. Tardé mucho tiempo en encontrar a alguien que no me pareciera un imbécil con ganas de experimentar con mi estado de ánimo a cambio de mucho dinero. Mientras, parecía que había metido los dedos a un sacapuntas eléctrico, me la pasaba escuchando música triste, consumiendo literatura borracha, estaba obsesionada con la fotografía violenta y podían pasar días sin que me cambiara la ropa.

Empecé a ver a mi psiquiatra con la idea de dejar las pastillas. También iba al psicólogo dos veces por semana. Así logré terminar la carrera, conseguir un trabajo y entender mi relación con las drogas legales como un juego de Pac-Man: si se te acaban las pastillas, te comen los fantasmas. Nunca asumí que estaba enferma. Para mí, lo de los fantasmas era una situación, no una condición. Y mi psiquiatra era mi dealer, no mi doctor. Había algo a lo que yo llamaba "estar bien" que solo podía lograr con cosas muy simples como jugar con mi perro, comer bien, salir a correr al parque, y cualquier cosa que implicara construir algo con las manos. Poco a poquito íbamos bajando las dosis de las medicinas y todos los días hacía cosas para "estar bien". En tres años logramos dejarlas todas. Entonces, vino la peor recaída de mi historia.

No estaba bien. No podía pensar, no podía leer y mis dedos empezaron a sangrar otra vez. En las noches, mi cabeza hacía demasiado ruido y despertaba destruida aunque durmiera durante muchas horas. Desaparecí por completo de mi círculo social. Estaba segura de que mis amigos me odiaban. Probablemente pensaban que los había abandonado de un día para otro, pero yo no podía hacer planes. Me daba angustia pensar en qué iba a hacer el próximo sábado en la tarde. Todavía me da un poco, la verdad. Mi cuerpo podía estar en la playa con mi familia, pero yo estaba en un maldito infierno con un trailer atropellándome el pecho y un trapo atorado en la garganta. No podía poner atención en ninguna otra cosa. Estaba atrapada para siempre en esa escena de La historia sin fin donde Atreyu mira cómo su caballo se hunde poco a poco en el lodo. No podía estar. Por unas horas, me desconocí a mí misma. No supe quién era hasta que me vi a los ojos frente al espejo y me acordé de que era una buena persona. Mi mamá tenía razón. Esta tristeza no es normal.

Pasaron años para que mi entendimiento de la enfermedad mutara a algo más complejo que Pac-Man. Solo porque pensé que era un libro sobre punk, compré Intoxicated By My Illness de Anatole Broyard. Un libro que escribió (intoxicado por su enfermedad) en sus últimos catorce meses de vida. Claro, él tenía cáncer. Una patología muy distinta a la mía, pero no muy distante. Resulta que Broyard aprendió a vivir a través, y no a pesar de, esos últimos meses de enfermedad que le quedaban. El cáncer suele deshumanizar a sus víctimas. Los drena de todo deseo de respirar, y finalmente, los mata. "Estar enfermo y morirse es, en gran parte, una cuestión de estilo," dice Broyard. El tipo convirtió el cáncer en un accesorio de temporada. Se lo puso de sombrero, y aunque estuviera horrible, a él le iba muy bien.

Adoptar un estilo para mi tristeza fue una manera de enconarme con ella en mi propio nivel, de hacerla un simple personaje en mi narrativa. Humanizar una condición que me estaba destruyendo me hizo responsable de lo que me pasara en sus manos. Entonces tuve que defenderme como pude. Se me antojó ser cínica al respecto. Ahora me burlo de mi tristeza. La zapeo cada que puedo. Pero eso no quita que tengo que vivir con ella. Aceptar que la depresión es una enfermedad que afecta directo en mi personalidad fue duro. Empecé a dudar de mí misma. Por mucho tiempo pensé que no me conocía. No podía saber si yo era como pensaba que era, o en realidad la depresión hacía lo que quería conmigo. Con el tiempo me di cuenta de que si existían unas pastillas que podían ayudarme a salir de la escena del caballo de Atreyu era muy tonto no tomarlas.

Ahora me tomo mi medicamento todos los días a la misma hora y en ayunas. "Se puede disolver con la comida," recuerdo haber escuchado que la gringa acartonada de traje sastre color violeta le decía a mi mamá. El medicamento es solo un empujoncito para poder hacer cosas. Para ser funcional. "Estar bien" significa cosas muy distintas para cada uno, y ese es el verdadero trabajo de todos los días. Yo hago lo que a mí me ha funcionado hasta ahora. Salgo a correr todos los días, como bien, juego con mi perro, cuido mis plantas, cocino, dibujo y no veo la televisión. Sigo escuchando música triste, consumiendo literatura borracha y todavía me obsesiona la fotografía violenta. Mis amigos no dejaron de quererme, tengo un trabajo que me gusta, y por lo menos hoy, la depresión me la pela.

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