Ir directo al contenido
  • saludmental badge

Cómo fue mi vida después de haber querido la muerte

Va a estar casi todo bien.

A mediados del 2013 estaba estrenando mi título de guionista con un trabajo soñado como autora en un programa de televisión en uno de los canales más grandes del país. Estaba a punto de cumplir cuatro años de novia con el amor de mi vida, y habíamos encontrado un departamento gigante a un precio irrisorio en un barrio en el que nunca hubiera creído que iba a vivir. La vida, a mi entender, en ese momento era perfecta. Un día antes de mudarme, una amiga me preguntó si estaba feliz con todo lo que me estaba pasando. "Estoy aterrada", le contesté. "Nadie tiene todo lo que quiere".

Especialmente yo. Mi vida hasta ese momento había sido bastante dura, un cúmulo de pequeñas y grandes tragedias, enfermedades y dolores que había aguantado con un estoicismo que muchas veces superaba mi edad ampliamente. Mi papá decía que yo era "la fuerte" y yo me aferraba a ese elogio con tal de tener un rol que me diferenciara de lo que me rodeaba. Desde que tengo memoria, siempre me odié. No hablo de disgusto, o de querer cambiar algunas cosas. Sentí odio, una exigencia conmigo misma que no se me hubiera ocurrido tener con nadie más, un rechazo por todo lo que era que nunca tomé como una enfermedad. Con humor, lo convertí en una parte más de mi personalidad y viví con eso, esperando que algún día las circunstancias fueran lo suficientemente buenas como para aplacar ese sentimiento. Algún día me iba a ir bien. Ese era ese día, y tal era mi miedo de perderlo.

Un mes después de haberme mudado con mi novio, mi trabajo como autora terminó y el me engañó con una mujer horrible que encontró más placer en mandarme mails describiendo con una crueldad inhumana cada inseguridad que yo tenía sobre mi misma que en cualquier actividad que hubiera hecho con él. Tuve que dejar el departamento y llevarme en bolsas los veintiséis años de mi vida que había estado dispuesta a compartir, y todas las cosas que había comprado para el hogar que nunca fue. De un día para otro me quedé sin trabajo, sin novio, sin mejor amigo, sin casa y sobre todo, sin nada a qué aferrarme.

A las tres semanas conseguí otro trabajo en el mismo canal y me mudé a un departamento en el cual sólo desembalé las cosas indispensables. No paraba de llorar un segundo, excepto cuando me iba a dormir, cerraba los ojos un segundo y los abría a los gritos preguntándome cómo me había pasado esto. Qué había hecho yo. La gente que me rodeaba insistía con que el tiempo me iba a traer alivio. Mi mamá dice al día de hoy, que nunca creyó que alguien podía llorar tanto. No podía comer, ni dormir sin despertarme en pánico, y lo único que quería era no estar. Trabajaba tratando de hacer ficción lo que me pasaba para desligarme lo más posible. Disimulaba lo que me pasaba, porque era lo más fácil para todos. El día que el programa salió al aire, festejé porque era lo que se esperaba, pero apenas abrí la puerta del departamento y estuve sola lloré por horas.

Lloré por todo lo que no había sido, por lo que sí, y por todas las veces que había querido llorar y no había podido.

Tuve mi primera consulta con una psiquiatra, obligada por la preocupación ajena. Cuando te odias, pensas que cualquier cosa mala que te pase es lo justo, y cualquier buena es un error. La psiquiatra anotó todo el historial de depresión en la familia que alcanzaba hasta mi bisabuela y me escuchó referirme a ellos como si fueran ajenos. Anotó cosas cotidianas de mi vida, lo que me había llevado hasta ahí y cómo me sentía. Hasta que me preguntó si me quería morir.

En ese momento, tratando de disimular que hasta había juntado el equivalente a varios alquileres para que mi familia no tuviera deudas si yo me moría, me di cuenta lo mal que estaba realmente. Hasta dónde había llegado que lo único que se interponía entre un suicidio y yo era la culpa. Me empecé a inundar de lágrimas y llena de vergüenza, le dije:

"Yo lo que no quiero es estar despierta. Nunca."

La psiquiatra sacó el recetario y empezó a anotar: anti depresivos, anti psicóticos y ansiolíticos. Me puse a llorar más fuerte, sabiendo que ya ni siquiera era "la fuerte". Habló del valor de la vida y yo pensé cómo podía valorar algo tan enorme si no me podía valorar yo misma.

El año que estuve en tratamiento con antidepresivos no viví mucho, pero sobreviví. Es casi tan duro el estigma social de tener una enfermedad mental como vivirla. Fue un año de inventar mentiras cuando me ofrecían alcohol, tomar la medicación a escondidas si alguien se quedaba a dormir, ver la lástima en la gente al lado mío en la farmacia cuando me daban las cajas de Prozac, y sobre todo, de no decir nada. A veces la ignorancia sobre ciertos temas hace que la gente se confunda y crea que están hablando con un trastorno y no con una persona. Si decís que estás tomando antidepresivos, te preguntan para qué, porque sos graciosa y ocurrente. Los depresivos tenemos humor, también. Se asustan, pensando en que vas a hacer algo que los descoloque. Dejan de verte a vos para ver una circunstancia, entonces es mejor callar y esconderse, lo más que se pueda. La soledad y el rechazo de no poder decir lo que pasa, aumenta el dolor con lupa.

Un año después, y hace un año de hoy, me sentí lista para dejar de tomar la medicación y paulatinamente, con ayuda de la psiquiatra, fui acotando las dosis hasta que ya no hubo ninguna. No sabía con qué versión de mi misma me iba a encontrar. ¿Era la que cantaba canciones de Disney a los gritos mientras se duchaba o la que se iba a dormir todas las noches rogando no despertarse? Lo que descubrí, es que me encontré con una persona que no conocía. Este último año conocí mucha gente nueva que no tenía por qué saber que yo había pasado por eso. Pero la libertad la encontré justamente en contarlo, en hacerlo natural y parte de mí misma.

Irónicamente, haber llegado al punto de querer morirme, a mí fue lo que me salvó la vida. En esa etapa tan dura, tan triste y tan dolorosa encontré que era capaz de cuidarme a mí misma, y me empecé a no odiar tanto. Empecé a bailar y a escribir más para controlar la ansiedad y descubrí nuevos aspectos de mi personalidad. Tal vez yo no era tan mala, ni estaba tan fallada, ni rota. Tal vez era dejar de negar lo que era y dejar de sentir vergüenza y de poner excusas por lo que era lo que más me gustaba sobre mí.

Cada uno transita las partes más difíciles de su vida con las herramientas que tiene, pero nunca es tarde para aprender a usar nuevas. Son playlists, películas, amigos, tradiciones, respiraciones y la certeza de que no me dejo definir por nada que no me represente hoy las cosas que a mí me llevan cada día a vivir un poco más en paz. Cuando entendí que somos mucho más que lo que nos pasó, empecé a verme un poco más como me veían los demás y la idea de odio se fue alejando. Dejé de tener miedo de que cada vez que lloro sea signo de una recaída inminente, porque a veces lloro de emoción. O de risa. No siento vergüenza en decir que durante un tiempo necesité ayuda y el levantar la mano y decirlo no me hizo necesariamente más fuerte, pero sí mucho más valiente.

Hoy escribo mi historia con la esperanza de que alguien lo lea y sepa realmente, que va a estar casi todo bien. No sos lo que te pasa hoy, ni lo que te pasó ayer, ni lo que te va a pasar mañana. Hoy pienso que si todo lo que pasé me trajo hasta acá, no puedo esperar a estar cada día más despierta y ver qué sigue. Que lo que parece definitivo casi nunca lo es. Que así como uno se puede enfermar, se puede curar. Que somos tan complejos y maravillosos como la vida que nos está esperando.

Y que es hermoso estar despierto para verlo.

Consulta con un médico siempre que tengas dudas sobre tu salud y bienestar. Los posts de BuzzFeed tienen únicamente una función informativa y no son un reemplazo para el diagnóstico, tratamiento o asesoría médica.