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    Voy al psicólogo y no estoy loca

    O estoy loca, pero estoy mejor.

    ¿Podrías decirme qué es para ti un loco? Según la Real Academia Española es aquel 'que ha perdido la razón' o una persona 'de poco juicio, disparatada e imprudente'. En femenino, la RAE sigue aceptándolo para referirse de forma coloquial a un varón homosexual. Y en Uruguay, Cuba o Argentina también se utiliza para referirse a mujeres 'informales y ligeras en sus relaciones con los hombres'. Pero hay más.

    Durante años, la locura y la etiqueta de loco se han utilizado sin ningún tipo de pudor ni distinción hacia personas que por unas razones u otras no entraban dentro de lo que sociedad entendía como normal o le resultaba desconocido. Por eso un homosexual era un loco. Y también una mujer que, rompiendo con el sistema establecido, prefería quedarse sola a encontrar marido. Menuda loca. Pero también lo eran enfermos mentales, diagnosticados o no. Un esquizofrénico, una persona con trastorno de déficit de atención e hiperactividad, una persona con trastorno bipolar. Todos locos. También lo eran los discapacitados intelectuales: un autista, una persona con síndrome de Down. Y las personas con retraso mental. Y también la gente con depresión, claro.

    Cruzar la línea de cuerdo a loco era cosa de una sencilla palabra. Y lo sigue siendo. ¿Está más loco el que guarda sus problemas bajo la alfombra y sonríe complaciente a sus invitados o el que decide cargar con el peso de sus problemas y sacar la basura? ¿Qué es estar loco hoy en día?

    Justo antes de descorchar la botella de vino que acabábamos de pedir, en plena celebración de La Nada, mi mejor amiga me dijo lo siguiente: "Mira, tía, para mi un psicólogo debería ser como el ginecólogo o el médico de cabecera, todo el mundo debería hacerse la revisión una vez al año". Yo venía debatiéndome entre ir o no ir desde hacía unos meses. Unos meses que en mi cabeza recuerdo en esos tonos que suelen tener las ecografías de las mujeres embarazadas. Unos meses de mierda.

    Físicamente seguía estando ahí, pero como una espectadora pasiva. Porque la realidad me había decepcionado y no sabía cómo volver a ilusionarme con cosas. Se me había olvidado, por así decirlo, ser feliz. Y admitir esto me avergonzaba profundamente y me llenaba de culpa, porque podía leer (o creía leer) las miradas de las personas a quienes confiaba mi teoría, que me servían de espejo. "No sabes ser feliz tú, que lo tienes todo", me decía a mi misma. "Que no tienes un problema real, que tienes Ridículos Problemas De Primer Mundo". Me sentía decepcionada conmigo misma porque me sentía débil, así que negaba lo evidente. Tuve que empezar a tener reacciones físicas a mis problemas, desde ataques de ansiedad hasta vomitar lo que me llevaba al estómago por mi estado de nerviosismo, para verme en la escena en la que brindaba con mi amiga por haber decidido ir al psicólogo.

    "Pues ya está, ya soy oficialmente la amiga loca", dije. Las dos nos reímos.

    La sensación de debilidad y la vergüenza que el pedir ayuda me provocaba no era otra cosa que el estigma social alrededor de la idea de ir al psicólogo. Es algo tan arraigado que a menudo no nos damos cuenta. Sale a la luz cuando un amigo hace una idiotez y le decimos que "está de psicólogo". O cuando una amiga tiene una salida de tono y le recomendamos "ir a que la vea un psicólogo". O cuando brindamos por conseguir la oficialidad de la locura en nuestro grupo de amigos.

    En mi caso, me parecía excelente que fuera la gente a mi alrededor, pero sentí una punzada extraña cuando me tocó ir a mi. No tanto de "yo no estoy loca" sino de "no me merezco terapia". Señal inequívoca de que la necesitaba.

    "Yo personalmente antes de ir al psicólogo he hecho juicios de valor sin fundamento de personas que han ido, todavía existe la idea de que que ir a un psicólogo es un fracaso personal, cuando en realidad es lo contrario", me cuenta Carlos, 30, a quien su estado anímico le llevó a estancarse durante dos años en el mismo punto de su vida, sin posibilidad de avanzar y alcanzar sus objetivos.

    "El estigma existe, al menos en España", cuenta Iván, 40, comunicador, quien acudió al psicólogo, por tercera vez, por iniciativa propia. La primera vez no estaba preparado para la terapia y la segunda, la terapia que siguió no le funcionó. "Tengo amigos y conocidos argentinos y es muy curioso cómo ellos, los chicos, no tienen problema en reconocer abiertamente que tienen psicoterapeuta o han pasado por terapia, en eso nos llevan años de ventaja" afirma Iván, consciente del otro cliché, ese que tanto gusta en España de "los argentinos psicoanalistas"

    "Aquí en España los hombres somos 'muy machos' y no nos hace falta ir a un psicólogo porque eso es para gente rara, loca, débil, o alguna estupidez parecida", prosigue Iván, que en su caso ha cambiado de estrategia y, sin forzarlo, tampoco evita el tema de estar en terapia en las conversaciones. Es una forma de normalizar: "Es otro de los tabúes de la sociedad española, sobre todo para los hombres, y es algo ridículo, una herencia del pasado más rancio, ya que normalmente la terapia tiene unos beneficios increíbles sobre la persona".

    Las tasas de suicidio en España aumentaron un 11,3% entre 2011 y 2012, cuando la crisis golpeaba fuerte, según datos del Instituto Nacional de Estadística. Los varones se suicidan con más frecuencia que las mujeres.

    Como comenta Iván, incluso la gente en apariencia más fuerte y equilibrada, el espejo en el que se mira nuestra sociedad (atletas, celebrities, ídolos a fin de cuentas) suelen recibir asistencia psicológica continua.

    "Con la terapia en cuanto psicólogo existen todavía reticencias", explica Ainhoa, 28, arquitecta, a quien su familia llevó "poco menos que de la oreja" a terapia. Según explica, no era algo que rechazase, pero tampoco un paso que hubiese dado por su cuenta en la situación en la que se encontraba. "Me parece una prolongación de la cultura patriarcal más tradicional: 'si eres fuerte no necesitas ayuda'. No es difícil escuchar a gente que 'muy bien que tú vayas si lo necesitas, pero es que los hombres no se fían de los psicólogos', 'no se los creen', 'no les iban a hacer nada' o 'no tienen problemas'; personas que realmente son carne de terapia incluso para un lego. Parece que frente a los mismos problemas, los hombres tienden a buscar más refugio en alcohol, drogas y en general nublar la conciencia, y las mujeres nos quejamos y vamos al médico de cabecera. Pero el tema del psicólogo se sigue viendo como un lujo", explica Ainhoa.

    Frente al estigma, las cifras: la depresión es el trastorno mental más frecuente en España. Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), la depresión afecta a aproximadamente el 5% de la población de nuestro país. Ir al psicólogo no parece un lujo.

    "El estigma se perpetúa en una misma en cuanto que avergüenza decir que vas al psicólogo" apunta Ainhoa. No es la única persona que se ha visto en la posición de mentir a otras para evitar decir que iba a terapia. "Tengo una cosa o voy al médico", señala Ainhoa que eran sus excusas más frecuentes.

    Esta vaguedad autoimpuesta no es más que el prejuicio saliendo a la luz, aunque seas tú la persona que va a terapia. No gusta decir en el trabajo que vas al psicólogo por el qué pensarán, porque el desconocimiento alrededor de la enfermedad y la salud mental siempre lleva a una preocupación exagerada o a ponerse en la peor de las situaciones. En algunos casos, el problema de decirlo es que la gente te empiece a tratar de manera diferente, como si en cualquier momento te fueras a romper. O peor, a armar un escándalo, como hacen las locas. La diferencia es palpable cuando te das cuenta de que la mayoría de la gente no tiene ningún reparo en decir que tiene cita con el endocrino (la lectura: está haciendo un esfuerzo por cuidar su cuerpo), con el médico de cabecera (algo le duele, lo mejor es que pregunte qué es), al gimnasio o a la esteticista, ¿y no son todo formas distintas de cuidarse?

    "A mí no me da ninguna vergüenza", cuenta Ana, 31 años, periodista: "es una cosa que me hace muchísimo bien. Es un esfuerzo importantísimo que llevo currándome meses: hacer terapia no es sentarse a escuchar, implica una inversión de tiempo, atención y análisis en tu vida diaria y puede ser agotador. Yo lo veo como un master personal del que vas a aprender muchas cosas de las que te vas a beneficiar toda la vida. No me da vergüenza decir que voy al psicólogo porque lo veo como quien sale a correr después del trabajo: es alguien que se quiere a sí mismo".

    La terapia es un ejercicio de autoexploración y autoconocimiento. Tus problemas no van a desaparecer por arte de magia, pero te va a ayudar a encontrar las herramientas que te ayuden a lidiar con ellos.

    "Yo me siento una persona nueva, más tranquila y más 'sabia', como si hubiera estudiado una carrera, con la diferencia de que el temario soy yo y todo lo que me pasa", dice Iván cuando le pregunto si ha notado mejoría después de la terapia: "Normalmente, con una terapia las 'zonas negras' no desaparecen pero entiendes el motivo de su existencia. Diría que todo son efectos positivos, aunque al principio resulte doloroso, pues estás sacando mucha mierda que llevabas enterrada durante años o décadas".

    "En la primera fase de 'estoy histérica' me ayudó a afrontar los miniproblemas que me causaban tensión en ese momento y que me habían hecho estallar", cuenta Ana, "me ayudó a identificar qué cosas de las que me agobiaban eran normales y cuáles eran, digámoslo así, películas mías".

    Una terapia es un ejercicio prolongado en el tiempo. Un error común en gente que va al psicólogo es sentir mejora respecto al problema que le ha llevado a pedir ayuda y entonces dejarlo. Si hablásemos de algo físico, sería el equivalente a una Operación Bikini: perder unos kilos antes de que llegue el verano para después volver a conductas alimentarias poco saludables y dejar de hacer ejercicio.

    "Una vez que la cosa se tranquilizó y comencé a llevar una vida sin tantos altibajos, me enseñó una cosa importantísima que fue aprender a aceptar los sentimientos negativos en vez de huir de ellos", cuenta Ana.

    La valoración de Ainhoa también es positiva: "Creo que han cambiado muchas cosas, sobre todo lo en serio que me tomo a mí misma en lo referente a episodios y emociones desagradables. He llegado a la conclusión de que, lejos de intentar reprogramarme psicológicamente para ser una perfecta y sanísima persona sin traumas, obsesiones ni problemas, lo más disruptivo era quizá llegar a aceptar que estaban ahí y que se podía convivir pacíficamente con ellos".

    Iván recomendaría la terapia "a quien tiene dificultades para ser razonablemente feliz en su día a día. Seguro que hay algo que puede mejorar para vivir mejor y eso un (buen) terapeuta se lo va a enseñar en cuestión de semanas o meses". También recomendaría no esperar a cuando estás hundido en el fondo del pozo, que es lo más habitual, sino cuando estás cayendo en algo que te impide vivir con normalidad.

    Ainhoa, a cualquier persona que esté pasándolo mal, especialmente a quien se dé cuenta de que lleva pasándolo mal demasiado tiempo porque siempre hace lo mismo.

    Ana a cualquiera que lleve meses perdido, empiece a beber solo en casa o de repente decida arreglar su vida a bandazos.

    Y Carlos lo recomendaría en situaciones donde una persona no es capaz de ver más allá de su desánimo y necesita que alguien de fuera de su entorno, que no esté condicionada, le diga lo que le está pasando.

    Tras unos meses en terapia con una psicóloga ya no me avergüenza hablar de ello en público. Como Iván, no lo fuerzo pero tampoco lo evito. Porque la terapia me ha ayudado a reconciliarme conmigo misma y a conocerme mejor. He descubierto que las zonas oscuras no se van, pero que puedes enfocarlas para ver tus problemas con mayor claridad. También he descubierto detalles de mi personalidad que desconocía (o mejor dicho, me negaba a conocer) y me complicaban mis relaciones con los demás y conmigo misma.

    Le recomendaría la terapia a cualquier persona que se sienta perdida y necesite recuperar el rumbo. O que sienta que hay algo que, de forma casi permanente, impide su felicidad.

    Voy al psicólogo y no estoy loca. O puede que sí esté loca, pero desde que estoy loca estoy mucho mejor.

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