Ir directo al contenido

    Este verano he desconectado bastante (de WhatsApp) y, sinceramente, te lo recomiendo 100%

    Limitar su uso me ha ayudado con la ansiedad y también a recuperar la atención.

    Seguro que lo que voy a contar te ha pasado alguna vez.

    Estaba a principios de mes en casa, por la noche, viendo una serie cuando la pantalla de mi teléfono se iluminó con unas cuantas notificaciones de WhatsApp. Alcancé el móvil, casi por inercia, y comencé a leer la conversación, como tantas otras veces. Dos amigos estaban hablando de algo relativamente importante. Y digo relativo porque no era un asunto de vida o muerte ni nada que requiriera mi presencia inmediata. Pero leí, respondí y cuando quise volver a la serie tuve que rebobinar porque me había perdido los 20 últimos minutos.

    Esto también me ha pasado mientras estaba leyendo un libro, cocinando o simplemente tirada en el sofá mirando las musarañas. Y la verdad es que en esos momentos no me apetecía del todo responder o iniciar ningún tipo de conversación, pero lo hacía. De nuevo, en parte, por inercia... pero también porque me sabía mal que mis amigos pensasen que no les estaba prestando atención.

    Para una persona con ansiedad, a menudo las notificaciones pesan como si fuesen una obligación. Y siendo firmemente defensora de que la tecnología es una aliada, y el problema siempre viene del uso y la relación que tienes con ella, supe que lo mejor que podía hacer en mi caso era silenciar todas las notificaciones para no notar la punzada de obligación que sentía que estas me requerían. No solo lo hice con WhatsApp, también con Twitter, la app que más usaba, hasta el punto de llegar a desinstalarla de mi teléfono.

    En este mes experimental sin notificaciones he sentido pequeñas mejoras y si tú también piensas que la relación con tu teléfono roza la dependencia, quizás te interese saber cuáles son.

    Primer punto a favor: recuperar tu tiempo y tu espacio

    La vida real no se diferencia prácticamente en nada de la vida virtual, y menos en los tiempos que corren. La clave está en que, mientras que en la vida real ya nos desenvolvemos con mayor o menor naturalidad (al menos hasta que toca hacer la Declaración de la Renta), el protocolo de la vida virtual todavía se nos escapa.

    Cualquiera de mis amigos sabe que si viene a mi casa a las diez y cuarto de la noche a contarme los pormenores de su jornada laboral es posible que le mande a freír espárragos o que si una tarde estoy mustia y me quedo en casa lo último que me apetece hacer es que vengan a mi puerta y me obliguen a tomarme unas cervezas con ellos. En WhatsApp, esos protocolos establecidos a lo largo de años y años de comunicación, se rompen. O al menos se vuelven más difusos. Porque cualquiera puede estar con ganas de cháchara en el sofá de su casa y escribirte a las doce de la noche.

    Y ese era mi problema con las notificaciones: las sentía como una pequeña invasión. Si alguien iniciaba una conversación conmigo, parecía que tuviera que ser aquí y ahora, cuando quizás en esos momentos no me apetecía mucho hablar, como muchas veces no me apetece salir de casa y tomarme un café con alguien, por mucho que le quiera. Y si me escribían del trabajo, ya lo siento, pero lo último que me apetece en mi tiempo libre es pensar en el trabajo. Si el mundo no se está viniendo abajo, las cosas pueden esperar hasta las 9.00 a.m.

    Quitando las notificaciones, eliminas la tentación. Y, por qué no decirlo, también la culpa. La pantalla ya no se ilumina demandando casito. Sonará estúpido, pero al no estar dándome cuenta de si alguien me escribía o me dejaba de escribir y no sentirme obligada a responder con inmediatez, me sentí muchísimo más libre. Y eso me hizo estar más en calma en mi propia casa, porque sentí como si hubiese recuperado –de verdad– mi tiempo y mi espacio a solas.

    Segundo punto a favor: volver a ver una película del tirón

    Tengo muchísimos amigos que, en algún momento, me han reconocido que desde hace ya años no son capaces de ver una película o el capítulo de una serie del tirón por tener el teléfono al lado. No solo eso, sino que se han vuelto mucho más impacientes: si una película o un capítulo baja de nivel durante diez minutos, echan mano al teléfono móvil y pasan a mirar qué se cuenta la gente de Twitter.

    Mi caso era menos exagerado, pero reconozco que en muchas ocasiones, como la que contaba al principio de este artículo, la pantalla luminosa me distraía de lo que hasta hacía unos segundos tenía toda mi atención. Y no solo con series o películas, también leyendo algún libro o haciendo tareas mucho menos elevadas como limpiar el baño de mi casa.

    Creo que mi generación, y la generación siguiente, estamos acostumbrados a ser multitasking y a prestar atención a muchos asuntos a la vez. Especialmente, en todo lo que concierne a la tecnología. Sin embargo, el hecho de que seas capaz de hacer muchas cosas a la vez no significa que las estés haciendo todas bien. Y, muchas veces, merece más la pena concentrarse en una sola cosa.

    Quizás no quieras quitarte las notificaciones. Quizás no puedas. De ser así, simplemente prueba a volver a ver una serie o una película con el teléfono móvil en un cajón. Creo que el cambio es abismal. Quitando las notificaciones, he recuperado la capacidad de concentrarme en una sola cosa, porque me he librado de las distracciones.

    Tercer punto a favor: he visto cosas que vosotros no creeríais (y que me enfadan menos)

    Cuando comenté en la oficina que estaba pensando escribir este artículo, mi compañero Guille hizo un apunte que me había pasado desapercibido: "desde hace un tiempo, tu forma de comunicarte es más curiosa... o más nice". Básicamente se refería a que ahora le pasaba más fotos de perritos, pero me hizo pensar.

    Alejarme de las notificaciones no me ha alejado de Internet, porque Internet es un paraíso lleno de cosas interesantes y maravillosas. Pero también, en parte, Internet se ha convertido en el equivalente del siglo XXI a ir a la cocina a por algo y no recordar para qué: te llega una notificación, miras Twitter y te pasas otros veinte minutos haciendo scroll o estabas ordenando tus cajones, miras esa notificación de WhatsApp y te pones a hablar con una amiga del libro de la japonesa esa que te ordena la vida en lugar de ponerte de una vez a ordenar la tuya.

    Quizás, en parte, me ha hecho entrar en Internet con más ganas o con una intención, y no simplemente estar por estar. También me ha permitido cabrearme menos, porque no me llega la última gilipollez que ha dicho nosequé facha o el penúltimo tuit de un señoro rajando de "las feminazis". Si Internet es la nevera, me ha venido bien dejar de darme todos esos atracones.

    Soy una persona que necesita límites y este mes me los he autoimpuesto. Silenciar las notificaciones me ha traído paz, me ha ayudado a concentrarme mejor en la tarea que estuviese haciendo y ha hecho que cambie, aunque sea un pelín, mi forma de comunicación. Y, oye, es cierto que quizás ahora me comunico menos pero, sinceramente, creo que estoy aprendiendo a comunicarme mejor.