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    Así trata de concebir un bebé una pareja queer

    Una jeringa llena de esperma a punto de morir no es algo sexy. Pero mi pareja y yo queríamos concebir un hijo, así que acá están todos los detalles de una experiencia muy difícil.

    En agosto de 2013, a poco más de un año de casarnos, mi pareja, Charlie, y yo decidimos intentar tener un bebé. A pesar de ser el hombre en nuestra relación y de referirse a sí mismo con pronombres masculinos, Charlie supo desde el principio que quería gestarlo en su vientre.

    Comenzamos los intentos concebir en casa, lo único que necesitamos es una jeringa y un frasco limpio. Pintamos de colores pasteles nuestro cuarto de huéspedes, reclutamos como donador a un chico que conocíamos y amábamos, y pusimos manos a la obra.

    Lamentablemente, la magia se disipó la primera vez que fui a dar la vuelta por mi cuadra para que nuestro amigo pudiese masturbarse en nuestro baño.

    Después de eso, decidimos que sería menos incómodo si él hiciese su donación en su propia casa y luego nos trajese el frasco (el esperma puede vivir fuera del cuerpo por varias horas, especialmente si se lo mantiene en un ambiente cálido), pero llamarlo y decir "Charlie está ovulando, ¿puedes venir?" tampoco era muy romántico.

    Y existía un factor repulsivo que ni Charlie ni yo anticipamos. Éramos adultos competentes y sexualmente activos intentando concebir un hijo, ¡Cómo no vamos a poder manejar un frasco con un poco de semen! Pero al parecer, los fluidos corporales ajenos son desconcertantes, sin importar cuán relajado y maduro prometas comportarte con respecto a ellos.

    Perdón por contribuir a la negatividad y el decoro que impregnan nuestra cultura, pero seamos sinceros: un frasco con esperma es algo muy asqueroso.

    Todos los meses, Charlie cargaba con calma la jeringa de esperma mientras yo gritaba y me cubría los ojos como si se tratara de una escena sangrienta de una película de terror (es más, la sangre en las películas me da mucho menos asco).

    La inseminación no mejoró las cosas. En un principio, esperábamos con ansias esta parte: estar a solas en nuestra habitación, y compartir el momento íntimo y hermoso de crear a nuestro futuro hijo. La inseminación justo antes o incluso durante el sexo parecía incrementar las chances de concebir, lo que nos pareció un extra.

    Leímos en Internet al respecto y parecía fácil, directo, e incluso divertido. Pero fue casi imposible disfrutar el momento, ya que nos limitaba el tiempo (¡el esperma se moría segundo a segundo!) y la necesidad de que Charlie estuviera acostado boca arriba con una almohada bajo sus caderas. Intenté ayudarlo con la jeringa, pero no podía encontrar un ángulo cómodo, así que fue Charlie la que tuvo que encargarse.

    Nada como una jeringa para ACABAR con el ambiente.

    Técnicamente, no eres infértil a menos que hayas intentado concebir durante 12 meses seguidos sin resultados. Sin embargo, obtener cinco pruebas de embarazo negativas al hilo nos hizo cuestionar la eficacia de nuestro enfoque. Al principio consideramos la posibilidad de que Charlie tome Clomid, una droga estimulante de ovulación para tratar la infertilidad. Si aumentáramos su producción de óvulos, quizás mejorasen nuestras chances de una inseminación casera exitosa. Sin embargo, no encontramos a nadie que nos prescribiera Clomid.

    "Es inseguro tomar [la droga] sin que te haya revisado un doctor", le dijo por teléfono una enfermera a Charlie.
    "Pero si fuéramos una pareja heterosexual, podríamos tomar Clomid y hacer el amor, ¿No es así?" replicó Charlie.
    "Bueno, sí, la prescribimos para parejas normales", dijo la enfermera.

    Ah.

    Si bien en ciertos subgrupos de nuestra cultura, las frases "inseminación artificial" y "lesbianas" van juntas como carne y uña, la infraestructura médica de la reproducción asistida aún sostiene una heteronormativa incondicional.

    El próximo paso fue intentar la inseminación intrauterina, o IIU. Tuvimos que abrir una cuenta de donación directa en un banco de esperma local, lo que significaba que el esperma de nuestro donante solo podía ser usado por nosotros, a diferencia de los donantes anónimos, cuyo esperma está disponible para cualquier cliente.

    La donación directa es costosa: analizan al donante por todo tipo de enfermedad congénita o hereditaria, y nosotras tuvimos que pagar por todos los análisis, mientras que con un donante anónimo, ese costo se reparte entre varios clientes.

    Gastábamos cientos de dólares y seguíamos actuando como consultores reacios del calendario masturbatorio de nuestro donante, pero al menos no habían más frascos de semen.

    En nuestra primer visita a un endocrinólogo reproductivo (ER), a Charlie se lo diagnosticó como infértil, incluso a pesar de estar muy por debajo del límite de intentos de inseminación no exitosos. Aparentemente, ser parte de una pareja reproductivamente incompatible es una condición médica. Esto me recordó la ocasión en la que el doctor de Charlie escribió que su método de control de natalidad era "abstinencia". ¿Acaso hay una regla que prohiba a los doctores escribir o decir la palabra "gay"?

    El proceso de IIU, que era invasivo e impersonal, nos alejó aún más de la concepción romántica que soñábamos. Charlie tuvo que tomar pastillas, hacerse ultrasonidos transvaginales (a los que llamó "la varita de coño"), análisis de sangre, rayos X e inseminaciones dos días de cada mes con un catéter cérvico.

    Se echó por la borda cualquier decoro y privacidad. Había medicamentos para todo. Hicieron que Charlie se ponga dieta; es más, el doctor sugirió que yo también debería perder peso, como si el tamaño de mi trasero estuviera obstruyendo las trompas de falopio de Charlie.

    El mensaje subyacente era obvio: Hay algo malo con ustedes, o no estarían aquí.

    Ese diagnóstico de "infértil" se mantuvo, por supuesto, y se hizo más y más pesado conforme pasaban los meses y no había pruebas de embarazo positivas.

    Mientras la experiencia de Charlie con la IIU consistía en ser objetificada y examinada, la mía fue alienante de un modo distinto. Nuestros doctores me ignoraban completamente.

    Luego de cinco meses de IIU y cinco meses más de pruebas de embarazo negativas (sumándole cinco fines de semana en casa, llorando y mirando Juno), pasamos a la fertilización in vitro, lo que sumó inyecciones y efectos secundarios de las hormonas a la lista que Charlie podrá echarle en cara a nuestro hijo, asumiendo que alguna vez tengamos uno.

    Por sobre todo, agotamos nuestros ahorros pagando por el IIU un promedio de mil dólares mensuales, y tuvimos que pedir un préstamo para cubrir los gastos de la FIV.

    Bromeamos que con todo el dinero que gastamos al intentar concebir un hijo, ya no tendríamos el dinero para criarlo.

    (Es una broma que al decirla nos reímos, pero más que nada por tapar nuestro miedo de que sea verdad).

    Nuestros esfuerzos aún no dieron resultado, y hay una parte de mí que siente que debido a eso, debería guardarme todo lo que pasó. En nuestra cultura nos incomoda el concepto de intentar y fracasar. Preferimos ver el producto terminado, no el esfuerzo y el sacrificio que se tomó para llegar ahí.

    Creo que vale la pena compartir nuestras historias y darnos cuenta de que, si bien este es un tema emocional y profundamente alienante, aquellos que lo vivimos no estamos solos. Me tienta terminar con algún tipo de lugar común (como "sé que todo valdrá la pena cuando finalmente pueda cargar a nuestro hijo") pero la triste realidad es que quizás eso no suceda. No todas las parejas lo logran. Algunas historias no tienen finales felices, pero eso no significa que no merezcan ser contadas.

    Este post fue traducido del inglés por Javier Güelfi.